Una de las principales virtudes del político consiste en inclinarse ante la realidad y, aceptándola, lograr paradójicamente modificarla. Hegel (en su “Filosofía del Derecho”) sostiene que una tarea de la filosofía política (también podríamos decir de la política a secas) es lograr reconciliarse con la circunstancia. Para hacerlo es necesario comprender que la circunstancia aloja, subyacente en ella, un contenido normativo que es tarea del político descubrir para lograr que aflore del todo.
La pregunta que entonces cabría plantear a la luz de los resultados de ayer, y teniendo a la vista el debate que los precedió, es la siguiente: ¿cuál es el contenido normativo que alberga el Chile de hoy?
No es muy difícil identificarlo.
Se le podría llamar un consenso traslapado, un acuerdo de la sociedad chilena o de sus fuerzas políticas, en el que todas convergen sin renunciar, no obstante, a sus ideas finales acerca de lo que estiman mejor.
¿Cuáles serían las ideas que configuran ese consenso que la política debiera hacer explícito?
Ante todo, están los derechos sociales. Puede considerársele una de las ideas que brotó y se hizo hegemónica en este debate. Es verdad que se ironizó con ella, se le consideró un espantajo y una pompa de jabón; pero la concepción que le subyace se hizo ya un lugar en la cultura pública de Chile. La idea de que el principio divisivo de las clases que es propio de la sociedad moderna no debe tener la última palabra en el destino de las personas, y que debe ser corregido hasta cierto punto mediante el principio integrador de lo que pudiera llamarse una ciudadanía social, está ya instalada en la concordia muda que, a pesar de las apariencias, este debate constitucional puso de manifiesto.
También cabría agregar la idea de igualdad sustantiva que el proyecto constitucional subrayó. Tratar igual a las personas no significa ser ciego ante la diferencia de género o de etnia o de orientación sexual, sino que significa abrir los ojos ante ellas y corregirlas, a fin de que la peripecia vital de las personas no dependa solo de desventajas inmerecidas. Pensar la ciudadanía como una abstracción ya no será posible.
Los pueblos originarios, por su parte, ya no podrán ser camuflados en la abstracción del Estado nacional. El reconocimiento de esos pueblos y de su cultura, el establecimiento de derechos colectivos, entre ellos los derechos lingüísticos y los procedimientos para que los miembros de esos pueblos puedan formar una voluntad colectiva, ya se han instalado en la cultura pública.
Y, en fin, el principio de mayorías. Si durante mucho tiempo se creyó que el problema del sistema político en Chile consistía en contener a las mayorías, hoy se ha abierto camino la convicción de que la democracia demanda que sean las mayorías las que gobiernen. Si alguien tenía objeciones conceptuales a la regla de la mayoría, ¿cómo podrían tenerlas ahora que la mayoría logró evitar lo que temían?
Las fuerzas políticas y las personas no llegan tan lejos como lo predeciría la limpieza abstracta de sus convicciones, sino que solo alcanzan la altura que les permiten sus limitaciones. Inteligir a estas últimas y descubrir en ellas el contenido normativo que albergan —descubrir, de nuevo Hegel, la rosa en la cruz del presente— es el talento fundamental del político y el secreto para salir de lo que en lo inmediato (no vale la pena negarlo, Presidente) es una innegable derrota.
Carlos Peña