A propósito del rayado que estampó una pareja de jóvenes en una de las cúpulas del Museo Nacional de Bellas Artes, varias personas e instituciones reaccionaron enviando cartas a los medios; algunos lo relacionaron con lo ocurrido en octubre de 2019. “No podemos seguir tratando como normal el que se vandalice el patrimonio y se destruya la ciudad”, dijeron, destacando que hubo autoridades, intelectuales, artistas que “minimizaron el daño y las acciones violentas”, les dieron crédito como “acto épico…”, siendo “condenables en realidad”.
El catastro es del orden de 950 inmuebles en el país. 413 son monumentos que fueron defenestrados; el resto son rayados, incendios y saqueos a edificios e iglesias de Santiago, Valparaíso, La Serena, Antofagasta, y otras ciudades, sin contar comercios de toda especie. Se incendió el Centro de Arte Alameda, el Museo Violeta Parra y la iglesia San Francisco de Borja, al tiempo que se procuraba derrumbar la estatua de Baquedano. Lo original del evento fue su volumen y extensión territorial, pero la conducta venía de antes. El 2014 en Valparaíso trataron de degollar el busto de Gabriela Mistral en la avenida Alemania y el 2015 rayaron reiteradamente la casa de Pablo Neruda “La Chascona”.
Se ha querido encontrar explicaciones a este comportamiento. Unos lo relacionan con la aversión a períodos, instituciones o personalidades históricas. Un arquitecto experto en patrimonio señaló que “demuestran su descontento contra el poder… sienten impotencia con la sociedad”; la tesis de un historiador de izquierda es que destruyendo “mandan un mensaje… el pueblo mestizo no se siente identificado con ninguna tradición cultural occidental”, una explicación ideológicamente rebuscada, periférica. Y para un sociólogo, “la desigualdad social se aprecia en la conformación de la ciudad, en la estructura”.
En realidad, resulta más propio pensar que se trata de muchachos de sectores vulnerables a quienes les falta educación. No nacieron con instinto vandálico, ocurre que no tienen buena formación, ignoran contenidos disciplinares fundamentales para desarrollarse en la vida adulta y actuar como ciudadanos. Sabemos que la enseñanza pública en Chile es muy mediocre; demasiadas voces especializadas lo han remarcado. Hay pruebas palmarias. El jueves, alumnos de los llamados “liceos emblemáticos” (dejaron de serlo) hicieron desmanes. El problema es muy grave y sistémico. Y seguimos impávidos, indiferentes, como si fueran situaciones accidentales, pasajeras. No sirve solo condenar, demandar control policial, dialogar con las comunidades, sin remediar la causa principal: falta de educación pública de calidad.
Hay iniciativas focalizadas en la dirección correcta, iniciadas por una administración, pero ignoradas o apoyadas a medias por la siguiente. Es el caso del programa Liceos Bicentenario, según su excoordinadora nacional. Hoy no contarían con el respaldo que tuvieron en el gobierno pasado: apoyo pedagógico a los liceos, trabajo en red por región y a nivel nacional, capacitaciones, clases demostrativas, compartir experiencias, etc. Es lo que ha sucedido históricamente: la educación pública no es problema de Estado y parece que tampoco de todos los gobiernos.