Todos hablamos del 4 de septiembre, y con razón. Los bandos en pugna queman sus últimas energías; las redes sociales están frenéticas; los partidarios del “Apruebo” celebran el decidido apoyo de Bachelet, renovado esta semana, y los del “Rechazo” están inquietos porque no consiguen suficientes apoderados, una institución clave en cualquier elección.
También nos preocupa el día siguiente, el 5, y en particular la conducta que adoptará el Presidente en uno u otro escenario.
¿Será el momento en que renazca de las cenizas el Gabriel Boric de la segunda vuelta, o seguirá preso de su historia y entorno? No me gustaría estar en su pellejo, porque es el único chileno que tiene garantizado el hecho de que lo pasará muy mal en el futuro.
Sin embargo, hay otra fecha a la que debemos prestar una atención especial, precisamente en este momento: el 11 de marzo de 2026. Es el día en que Boric deberá desprenderse de esa banda presidencial que muchos anhelan y que tantas amarguras entrega. No me refiero a que discutamos ahora sobre candidaturas presidenciales, sino a algunas cosas mucho más modestas, pero quizá más importantes, grandes minucias.
En efecto, más allá del resultado del plebiscito, no hay que olvidar que todavía quedan tres años y medio de un gobierno que, de no mediar un cambio drástico del Presidente, se irá cayendo a pedazos. ¿Cuánta mística le queda de aquella que supo desplegar en la campaña? ¿Qué hará con el problema de la seguridad pública? ¿Alguien piensa que, de insistir en la lógica representada por el FA/PC, vamos a tener un país estable, que entregue confianza a los inversionistas, donde aumente el empleo y la gente pueda trabajar en paz?
Las nuevas autoridades vinieron a arreglar el Estado, pero hace agua por todos lados mientras los ministros están preocupados de la campaña. El Frente Amplio llegó a La Moneda antes de tiempo y la vida le pasará la cuenta. En realidad, ya lo ha hecho, y de manera particularmente dolorosa.
Ojalá el 4 de septiembre representara el fin de los titubeos presidenciales y el comienzo de un modo de gobernar menos pretencioso aunque más serio. Sin embargo, también hay que ponerse en un escenario adverso y admitir la posibilidad de que el deterioro solo se acreciente. Eso significa que el próximo gobierno, sea de centroizquierda o de derecha, deberá acometer una tarea titánica, y esa labor no podrá realizarla solo.
Hay, ciertamente, hechos alentadores. En estos meses se ha producido en torno al “Rechazo” una amplia convergencia de sensibilidades políticas muy diversas. Más allá de la agrias reacciones de la izquierda frenteamplista/PC, podemos preguntarnos: ¿qué tienen en común Genaro Arriagada, Ximena Rincón y los políticos de derecha? Primero, la idea de nación: Chile es uno. Además, destaca su valoración de la democracia representativa: ellos no creen que se gobierna con la voz de la calle o con procedimientos asambleístas. Finalmente, reconocen el valor de nuestra rica tradición republicana y sus instituciones dos veces centenarias, y saben que una Constitución no es una probeta para hacer experimentos.
Por otra parte, han enfrentado esta campaña sin tener a su favor el gigantesco aparato estatal y no han lanzado al viento promesas que no será posible cumplir. Cada uno ha desempeñado su tarea, que en muchos casos ha significado quedarse en una segunda fila, porque la situación es grave y exige sacrificios.
¿Significa esto que uno podría soñar con una gran coalición, capaz de tomar sobre sí la patriótica tarea de volver a levantar a un país que estará anémico? Eso sería pedir demasiado. Me temo que ya el día 5 de septiembre volveremos a ver disputas y más de alguna cuchillada.
Con todo, la experiencia de estos meses podría ser un punto de partida para otra cosa: ¿no es imaginable que, más allá de acuerdos instrumentales, las fuerzas políticas que están detrás del “Rechazo” lleguen a un consenso sobre algunos puntos básicos, para cuando una de ellas acceda a La Moneda? A eso me refiero cuando aludo a la necesidad de preparar el 11 de marzo de 2026. Porque no seamos ingenuos: puede que este gobierno languidezca y que no logre ninguna continuidad; cabe que el electorado vuelva a elegir algo distinto; sin embargo, el experimento FA/PC habrá hecho mucho daño.
¿Qué materias podría comprender ese acuerdo que asegure gobernabilidad? Como las definiciones constitucionales ya estarán dadas, este consenso debe tener un carácter estrictamente político. Ha de abarcar la seguridad pública; un plan viable para enfrentar el problema de la macrozona sur; un sistema electoral que no atomice la vida política; una clara definición sobre la integración de Chile en el mundo y la necesidad de ampliar los tratados de libre comercio, además de políticas para la infancia y la tercera edad. En un contexto semejante, se abriría espacio para que surjan otras inquietudes: ¿cómo vamos a enfrentar nuestro dramático déficit demográfico?, o ¿cuáles son las causas intelectuales y espirituales de nuestra crisis? Estas preguntas apuntan a problemas que son tan grandes que nadie parece verlos.