“Yo leo con atención todo lo que se escribe de mí”.
Lo dijo Godfrey Stevens, porque no vivía de poses ni de frases hechas, como tantos que decían y dicen que no escuchan ni leen comentarios sobre sus actuaciones. Stevens era distinto. Serio, pensante, analítico. Buen comentarista de sus propias peleas y de sus virtudes y defectos. No es fácil y más difícil es hoy, cuando la autocrítica ha sido definitivamente expulsada de todos los medios, no solo de la política y de Twitter.
Digamos, entonces, que Stevens era distinto entonces y lo sería hoy. Tenía muy claras las cosas, en el ring, en el gimnasio y en la vida personal. Se casó joven, por las razones que uno se casa y porque la vida del hombre casado es la ideal para un deportista de alta exigencia, según lo diría más adelante. Por el orden que impone la vida familiar y todo eso. Un orden, para él, que empezaba con el trote de las seis de la mañana para salir al trabajo a las siete y, al terminar la jornada laboral, partir al gimnasio. Así se fue forjando un camino que lo llevaría a la disputa del título mundial.
Se dio, además, una alianza también ideal, pues como entrenador tuvo a Emilio Balbontín, un gran formador, inteligente, preocupado y metódico. Dos tipos ordenados, planificadores. Tenían diferencias, como todo boxeador con su rincón, pero en este caso el púgil reconocía ser algo porfiado y “duro de cabeza”, por lo que normalmente llegaron a acuerdo en todos los puntos en debate.
Personalmente, estuve siempre cerca de sacos, cuerdas y peras ahí en el gimnasio de la federación, viendo a los muchachos haciendo sombra, haciendo guantes y sentados bajo una manta para transpirar y botar los últimos gramos sobrantes para hacer el peso. Todo “se hace” en el gimnasio: la sombra, los guantes, el peso… Algunos, claro, solo hacen cosas muy buenas en el gimnasio y no las repiten en el ring: esos son solamente “saleros”. Ahí vi tantas tardes a Godfrey Stevens.
Por eso pude saber que sacaba muy bien las cuentas de las recaudaciones de las jornadas boxeriles. En las finanzas no había golpes bajos con el gran peso pluma: él ponía a sus propios controles en el acceso al Caupolicán, el gran “teatro circo” del boxeo, del circo Las Águilas Humanas y los espectáculos en el hielo. Esto no era del agrado de Diógenes de la Fuente, el legendario organizador de las veladas. “Es desconfiado”, me dijo en alguna ocasión. Pero hablando con Stevens quedaba claro que simplemente le gustaban las cuentas claras. O tal vez respondía a algún ancestro escocés, cosa que nunca supe de su británico padre (que era contador…).
He leído y escuchado decir en estos días que los de Stevens eran poco menos que días dorados del boxeo chileno. Nada de eso. Eran días opacos, apenas con el brillo de algunas escasas figuras, según todos los comentarios de la época. Pero hay que decir, también, que los comentarios de todas las épocas dicen lo mismo, por lo que cuesta señalar cuál fue la época de oro, si es que hubo alguna. (Es un gran tema para otro día).
Cuando disputó el título del mundo en 1970, el japonés Shozo Saijo lo ganó bien, con claridad, a pesar de la estrechez que vio Sergio Brotfeld, aquel gran comentarista de la trasmisión televisiva, y Stevens fue recibido como un héroe a su paso por la Alameda engalanada.
Lo cierto es que Godfrey Stevens ya no está entre nosotros. Murió en Canberra, Australia, a donde emigró en 1986. Campeón chileno y sudamericano de peso pluma de elegante estilo, aunque sin pegada, y aspirante al título mundial, fue uno de los grandes boxeadores históricos de Chile y un buen muchacho que llegó a ser elegido Mejor Deportista en 1966.