No está fácil la situación en el país. A la violencia reinante y a la inflación creciente, hay que sumarle incertidumbre política y polarización, es decir, ingredientes importantes de una olla en ebullición. Ignorar esto sería una irresponsabilidad. Sin embargo, y pese a lo anterior, creo relevante combatir dos actitudes que para mí son contrapuestas e igualmente riesgosas: por una parte, el fatalismo, que da todo por perdido de antemano; y, en segundo lugar, el optimismo ingenuo, que piensa que nunca pasa nada y que no hay de qué inquietarse. El presente nacional es sumamente difuso y complejo, y sería una ceguera no verlo, pero eso no quiere decir que necesariamente continúe en esa dirección. Son las adversidades las que muchas veces inducen a que las personas retornen a una sensatez y a una prudencia imprescindibles tanto para la vida de cada quien como para la convivencia comunitaria.

No obstante, para que de nuevo salga a flote la cordura, las fuerzas políticas tienen que mostrarse ellas mismas juiciosas y acordar ciertos mínimos básicos, dejar intactas cuestiones que, por ende, no estén sujetas a cada rato al vaivén de la coyuntura y a los cambios de gobierno. Y esto supone no solo concordar acciones, sino también coincidir en el lenguaje en el que esa realidad sea descrita y no ampararse en eufemismos, según la conveniencia del sector que representan.