Leyendo el libro “La palabra esencial”, de Patricio Aylwin, que reúne discursos inéditos suyos de entre 1934 y 1973, me llamó la atención uno de abril de 1937, con motivo del 24 aniversario del Liceo de Hombres de San Bernardo, donde cursó buena parte de sus estudios secundarios, aunque concluyó el sexto año en el Instituto Nacional Barros Arana.
Fue invitado especialmente para esta conmemoración siendo alumno de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, con 19 años de edad y portando una inquietud que hizo notar: la educación pública. A su entender, a ella debían consagrarse las mejores fuerzas de los organismos educacionales, criticando a su vez la instrucción de tipo enciclopedista y promoviendo la formación física, espiritual y racional, para inculcar en los jóvenes nobles sentimientos, altos ideales, formarles un verdadero concepto de la moral, enseñarles a admirar lo bello, a ser tolerantes, a tener buena fe y sentido de su propia responsabilidad para con la familia y la sociedad entera. “Mientras no se cumpla con este deber —remataba—, no se podrá aspirar a tener un pueblo sano e idealista, compuesto de hombres probos y capaces, en el cual imperen las buenas costumbres”. Abogaba por una formación superior.
Inquietud similar manifestaba, por entonces, el Presidente Pedro Aguirre Cerda. En realidad, fue un interés que gravitó, en menor o mayor medida, en varios gobiernos y mandatarios chilenos, cada cual con sus respectivos sellos al momento de implementar programas o políticas sobre algún aspecto del proceso educativo. Aportes que fueron evaluados de distintas formas —la institución Liceo sobresale—, pero no siempre positivamente, porque, a decir verdad, el panorama educacional que ha llegado hasta nuestros días no es favorable (¿qué ocurrió con los liceos?). Es cierto que la cobertura y escolaridad pueden haber alcanzado niveles satisfactorios en años recientes, pero sin traducirse en progreso cognitivo y real desarrollo intelectual. Nadie puede asegurar que la educación pública es de calidad. Al revés, las carencias educacionales detectadas obligan a las universidades a implementar cursos propedéuticos, y no todos los alumnos, desgraciadamente, logran adquirir las capacidades profesionales.
Una vez más se nos dice que la educación pública es un deber primordial e ineludible del Estado, que será financiada en forma “permanente, directa, pertinente y suficiente”. Claro, a estas alturas el problema ha adquirido dimensiones gigantescas y atañe al Estado asumirlo. No sabemos si se ponderó debidamente como para asegurar su financiamiento, porque ha sido el rompecabezas histórico de todos los gobiernos. Nunca han sido suficientes los recursos para costear los estudios del alumnado nacional beneficiario. El monto es superlativo y todavía resta considerar los otros ítems requeridos para ofrecer una formación de calidad. Que se haga realidad. No hay otra necesidad más relevante para el país, ni aspiración más sentida que la del joven Aylwin en 1937, de llegar a tener algún día “un pueblo sano e idealista, compuesto por personas probas y capaces, en el que imperen las buenas costumbres”.