Si bien la obsesión por los rankings tiene algo de infantil, especialmente si se trata de libros, películas o canciones, donde el valor es muy difícil de consensuar, esta vez vamos a usar el recurso: “Los 400 golpes” (1959) es una de las mejores películas que nos ha regalado la historia del cine.
Cuesta creer que François Truffaut (1932-1984) la estrenó con apenas 27 años, menos aún que se trata de su primer largometraje. La proeza es solo comparable con la de Orson Welles, que estrenó “Ciudadano Kane” con 26. Pero Truffaut no tenía una industria como Hollywood detrás, que atrincó y guio a Welles. Truffaut solo venía de escribir crítica bajo la tutela de André Bazin, de la cinefilia más intensa imaginable y de una rebeldía contra el cine cuidadoso, literario y acartonado preeminente en la industria francesa de entonces. Historia conocida: “Los 400 golpes”, al estrenarse en Cannes y ganar el premio al Mejor Director, le abrió a Truffaut las puertas del mundo y, de pasada, también a toda su tropa: Goddard, Chabrol, Rohmer, Rivette…, la Nouvelle Vague.
La trama de “Los 400 golpes”, como bien se sabe, es extremadamente directa y sencilla. Buena parte de su belleza está en ello. Antonie Doinel (Jean-Pierre Léaud), de 14 años, tiene algunos problemas en el colegio, pero posiblemente más en su casa, donde su madre (Claire Maurier) está más preocupada de un affaire que lleva adelante que de ser una madre afectuosa, y donde su padrastro (Albert Rémy), débil de carácter, bonachón y algo bobo, no sabe qué hacer con su mujer ni, más tarde, con Antonie. Librado a su suerte, Antonie y su amigo René (Patrick Auffay) hacen la cimarra y recorren París, hasta que las cosas comienzan a enredarse.
Truffaut amaba el cine norteamericano, pero filma como un neorrealista italiano: blanco y negro; planos abiertos que dejan espacio a los actores para moverse libremente; actuaciones contenidas, sobrias, sin mayor dramatismo.
Como en el primer Rossellini, hay algo casi documental en la cinta, que permite que uno sienta especialmente real, cercano, vivo a Antoine. Si bien Truffaut hizo cuatro cintas más con Léaud encarnando al mismo personaje a medida que ambos crecían, nunca se sintió más espontáneo, más auténtico, más encantador que aquí. La famosa escena en que Antoine contesta las preguntas de un psicólogo es al mismo tiempo graciosa, emotiva y de una ternura difícil de describir.
Quizá la forma en que Truffaut es fiel y leal a la mirada de Antonie contiene uno de los principales resortes emotivos de la cinta. No hay edulcoramiento alguno sobre la niñez o la paternidad. No se busca tampoco hacer sentir al espectador como una buena persona, ni quiere el director presentarse como un salvador de una infancia maltratada, tentación siempre seductora. No, Truffaut quiere observar el mundo con los ojos con que Antonie lo observa. Lo que para el resto puede parecer una barbaridad, para Antonie es natural y obvio, y la película logra que para uno sea también natural y obvio. El director captura así la desorientación de Antonie frente a los adultos, la necesidad de afecto que nadie parece ver, la lealtad que profesa hacia sus padres, que al final está lejos de ser recíproca. Si ha habido alguna vez un director totalmente comprometido con su protagonista, ese es Truffaut en “Los 400 golpes”. Es puro amor, de hecho. Quizá por eso la cinta, sin ser beata o contener alusiones católicas de ningún orden, tiene algo de beatífico. Se siente suspendida en un estado de gracia intemporal. Antonie frente al tocador de su madre. Antonie caminando por París con una pesada máquina de escribir en brazos. Antonie levantando colillas del suelo para encontrar algo que fumar. El largo plano final, en que Antonie corre hacia el mar, un plano continuo en medio de un paisaje invernal, de lluvia recién caída y árboles desnudos, no hace al espectador llorar, sino algo peor: eriza los pelos del brazo.
LOS 400 GOLPES
Dirigida por François Truffaut
Con Jean-Pierre Léaud, Albert Rémy y Claire Maurier.
Francia, 1959, 99 minutos.
Disponible en Mubi.com
DRAMA