La Convención Constitucional cumplió su mandato. Confeccionó, a pesar de todo, una propuesta sobre la cual pronunciarse en el plebiscito de salida, en cuya papeleta habrá solo dos opciones: Apruebo o Rechazo. La cuestión ahora, en ambos bandos, es ganar partidarios. En esta carrera afloran extremismos incluso en el centro. Me refiero a opiniones que se ríen de quienes siguen a su tribu histórica, como si los humanos pudiéramos vivir sin pertenencias; que se mofan del sentido de lealtad con una determinada historia y sus protagonistas; que acusan que las preferencias de los otros responden a una caza de granjerías; en fin, que acusan de fanáticos, cobardes y deshonestos a quienes no asumen su camino.
Para no sumarse a esa escalada de imputaciones, vale la pena recordar lo que enseña Daniel Kahneman: que los humanos no actuamos en base al pensamiento deliberado, sino en base a intuiciones o memoria asociativa. Es más: el pensamiento racional no hace más que confirmar las impresiones, sentimientos, creencias y opiniones preexistentes. Así, cuando este busca información, lo hace selectivamente; elige aquel que es consistente con las creencias que ya se tienen, para confirmarlas: lo demás son fake news. En suma, el objetivo del pensamiento racional no es examinar objetivamente, sino buscar y descubrir la evidencia que encaja con las creencias previas para convalidarlas. Una vez que se encuentra se termina de explorar.
Así ocurre con la propuesta de la Convención. La ciudadanía no necesita leerla para definir su opción en el plebiscito: lo hará siguiendo inclinaciones y adhesiones subjetivas. Y si la lee, seguro encontrará en ella motivos de sobra para ratificar su preferencia, cualquiera sea. Bien dice Proust que “los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias; no las han hecho nacer, no las destruyen: pueden infligirles los desmentidos más constantes sin debilitarlas”.
Diversas voces se han pronunciado por “aprobar para reformar”. Esto ha sulfurado a los extremismos, en especial al de centro, que preferiría rechazar para iniciar un nuevo proceso de carácter aún indeterminado. Mas la disposición a reparar lo que se apruebe debiera ser digna de aplauso, no de condena. Ella conversa bien con las corrientes de pensamiento actuales que sugieren aprender a “seguir con el problema”, promoviendo decisiones abiertas y provisionales.
Las decisiones son expresión del conocimiento disponible en un momento determinado, no de un saber definitivo y final. Hay que tomarlas, por tanto, sabiendo que forman parte de un perpetuo proceso de ensayo y error. La mejor decisión, por consiguiente, no es la más perfecta, sino la que reúne más acuerdo; no la más absoluta, sino la más relativa; no la más rígida, sino la más flexible; no la más irreversible, sino la más alterable. La mejor decisión, en suma, es aquella sobre la cual se puede volver atrás y desmontar, si así lo recomiendan la experiencia, el nuevo conocimiento o el nuevo consenso entre los actores involucrados. Esto vale para la ciencia, la economía, la empresa, la política; también vale, con mucha más razón, para la Constitución.
Ese gran pensador que fuera Albert O. Hirschman hacía dos acotaciones que resultan especialmente pertinentes en el contexto actual. Decía que, en lugar de volcarse a hacer cambios desde cero, muchas veces basta con tomar los procesos en curso y alterarlos levemente “para producir transformaciones de mayor envergadura”, y desde luego más sostenibles. Sostenía también que “cualquier teoría o modelo o paradigma que proponga que hay solo dos posibilidades —el desastre o un particular camino a la salvación— debe ser prima facie objeto de sospecha. Después de todo, existe, al menos en forma temporal, ese lugar que llamamos purgatorio”. ¡Grande Hirschman!