Los argumentos a favor del Apruebo y el Rechazo son conocidos. Sin embargo, a veces aparece alguno nuevo. En este caso, se trata de un argumento ingenioso, pero falso. ¿Qué dice? Dos cosas: la primera, que en el fondo las constituciones no son muy relevantes, porque lo que realmente importa son los cambios culturales. La segunda es una curiosa conclusión: dado este antecedente, lo mejor es votar Apruebo, aunque uno reconozca que el texto es bastante malo, porque en los hechos no sucederá mucho, además de que cabría la posibilidad de la reforma. En cambio, este borrador tendría la ventaja de ser conocido y haber nacido de un proceso democrático.
En este argumento hay una parte de verdad. Si se atiende a la historia de Latinoamérica se verá que, desde el proceso independentista, la región ha conocido unas doscientas constituciones. Es natural. Muchas de ellas fueron textos bastante fantasiosos, de vida efímera. Otras tuvieron más éxito, al menos si se atiende a su duración. Estas últimas son de dos tipos. Unas permanecieron porque fueron escasamente aplicadas, como la de Argentina de 1853, que se mantuvo bajo gobiernos conservadores, radicales, el peronismo en su versión fascista, los militares y el peronismo de izquierda, entre otros. En otros pocos casos, como la chilena de 1833, su eficacia estuvo dada por el hecho de que recogía la herencia del pasado (al menos eso dicen sus defensores).
En el actual proceso constituyente existió la posibilidad de redactar un texto que estuviese en continuidad con los anteriores. Sin embargo, se eligió un camino distinto, con toda suerte de elementos importados. Lautaro Ríos, un constitucionalista que nunca ha estado precisamente a la derecha, ha calificado el resultado como “una copia servil de la Constitución de Bolivia de febrero de 2009”. En todo caso, según la tesis que aquí se discute, esto no sería tan importante, porque los cambios sociales chilenos tomarán otra dirección.
¿Es indiferente, entonces, qué Constitución tengamos? Hay que distinguir, diría un abogado. Si un texto es mínimamente razonable, no resultará decisivo para la configuración del país. Simplemente garantizará las cosas básicas, como poner algunos límites al poder y el resto lo haremos nosotros, los ciudadanos. Pero si la Constitución es mala, podrá amargarle la vida a cualquiera. Nada más chico e irrelevante que una tachuela… a menos que la encontremos en nuestro zapato.
Para saber si un texto constitucional es bueno o malo, hay que hacerle algunas preguntas: ¿Me da tranquilidad sobre el control del poder en caso de que sea elegido un gobernante con aspiraciones autocráticas? ¿Me asegura ciertas cuestiones elementales? Para cualquier persona normal, entre las materias más importantes de la vida está la educación de sus hijos. Si es así, podemos preguntarnos si el texto garantiza adecuadamente el derecho preferente de los padres para educar a los hijos.
Por otra parte, sabemos que no está a nuestro alcance hacer todo el bien que queramos, porque somos seres limitados, pero sí nos gustaría que no nos obligaran a realizar aquello que consideramos que es malo. Todo esto es algo mínimo y nos lleva a preguntarnos ¿me asegura este texto la objeción de conciencia, tanto personal o institucional, o pretende obligarme a realizar comportamientos que estimo degradantes? También parece que podemos exigir de la Constitución que sea la de Chile, con todas las modalidades que existen de ser chileno, y no quedemos como un grupo de naciones inconexas que tienen en común el estar con un mismo color en los mapas.
¿Y será mucho esperar de ella que ponga los medios para asegurar una mínima calidad de la legislación, con el tradicional mecanismo de las dos cámaras, y que no incluya procedimientos que lleven a una politización del Poder Judicial por la intervención de instancias partidarias? Estos son simples ejemplos, porque hay otras materias relevantes.
Una Constitución que entregue una respuesta positiva a todas estas preguntas puede ser objeto de múltiples interpretaciones. Es compatible con un catálogo mayor o menor de derechos sociales; con un sistema económico proteccionista, con gran intervención del Estado, o con uno donde florece el emprendimiento y se desarrolla una amplia economía de mercado. En este sentido, los textos constitucionales decentes importan poco y uno puede vivir su vida sin haberse tomado nunca la molestia de leer la Carta Fundamental.
Sin embargo, las cosas cambian mucho si la respuesta a estas preguntas básicas, que son las mínimas que un ciudadano puede pedir en estas materias, es negativa; particularmente si no están las condiciones que aseguren que se podrán reformar de inmediato esas cosas que están muy mal. Cabe, ciertamente, que el texto no se aplique en su totalidad; que los movimientos sociales más profundos sean de tal calado que se termine por hacer lo contrario de lo que dicen las palabras. Ahora bien, no me gusta la idea de jugar al ratón y el gato. Estoy de acuerdo con tener una nueva Constitución, pero no me atrae el quedar entregado a la benevolencia del felino y confiar en que, aunque podría hacerlo en cualquier momento, jamás lanzará sobre mi cabeza un zarpazo.