Acostumbrados a pensar la esfera pública como un ámbito de raciocinio, como una especie de conversación ampliada (como la presenta Habermas, quien escribió un famoso libro sobre el tema) o tentados a veces a confundirla con el Estado (en este caso no es posible citar a nadie a la altura), olvidamos que lo público es también el espacio donde la gente, hombres y mujeres, se muestra.
Lo público como exhibición.
Hacia el final de su vida, Hanna Arendt sugirió que para el ser humano era más importante aparecer que ser, y daba como ejemplo la actitud de los niños para quienes el mundo al que se asoman parece ser un escenario en el que quieren llamar la atención y mostrarse. Es probable que en esa actitud haya narcisismo (la infancia humana es eso), pero también un anhelo de existir o, mejor, de que los demás al vernos acrediten nuestra existencia. No es vanidad el impulso que mueve a mostrarse, sino la necesidad de reconocimiento, la necesidad de que los demás acrediten mi presencia y mi lugar en el mundo.
Y es que hay grupos que, atendida su situación subordinada en la estructura social, deben comportarse, para ser vistos, como niños.
Y quizá eso explique la conducta de muchos convencionales que se despedirán mañana.
Muchos grupos sociales —clases, etnias, minorías sexuales, nuevas generaciones— habían sido mantenidos en las sombras o en una segunda línea en el Chile contemporáneo. Su presencia estaba casi siempre mediada por los grupos gobernantes —technopols, élites económicas, dirigentes políticos— que les conferían una presencia conceptual en sus discursos; pero los mantenían alejados del ámbito de las decisiones efectivas.
En una palabra: amplias zonas de la diversidad de la vida social opacadas y casi invisibles.
Y quizá eso explique que la Convención, antes que un ejercicio deliberativo o de diálogo racional, se haya transformado por momentos en un puro escenario, un lugar de performances y de quejas, un sitio donde, por momentos, se trataba, más que de razonar, de mostrarse o exhibirse, de salir de las sombras.
Cuando Elisa Loncon presidió la Convención ataviada como lo ordena su cultura, lo que se ponía ante los ojos de todos era una identidad que, hasta ese momento, estaba relegada al relato historiográfico, oculta en los pliegues de la historia nacional. Su presencia fue por eso más importante como símbolo que como discernimiento, era su imagen más que su palabra lo importante. Carente de conocimientos constitucionales, era su dimensión simbólica lo que importaba, lo que ella traía a la luz. ¿Podría decirse lo mismo de la tía Pikachu o el Dinosaurio? Hasta cierto punto sí, no obstante que se trata de cosas distintas, puesto que en el caso de Loncon hay identidad genuina y, en este otro, disfraces. Pero estos y la gestualidad que los acompañaba eran también una forma de llamar la atención, movida no por la vanidad con que se muestra un pavo real, sino con el deseo impaciente de quien sale a la luz luego de haber sido mantenido por largo tiempo en las sombras.
Luego de octubre del año 2019 se insistió mucho en que la desigualdad era el problema de Chile, el asunto más urgente a remediar.
La Convención Constitucional, con sus malabares y sus payasadas, sus desplantes y sus disfraces, muestran que en una sociedad puede haber algo peor que la desigualdad o, si se prefiere, una dimensión de la desigualdad que es peor que la material: aquella que distribuye la luz del espacio público dirigiéndola sobre algunos, que confirman así cotidianamente su existencia y su valor, y apartándola de otros que dudan así de sí mismos hasta que, rebelándose, irrumpen como niños (en el sentido de Hanna Arendt) en la escena.
Algún autor ha dicho que lo propio de la sociedad moderna es que es una sociedad de acceso directo. Mientras en una sociedad tradicional la experiencia de los seres humanos está mediada por el grupo (la clase, el género, la minoría sexual) al que cada uno pertenece, el que, a su vez, está integrado a una jerarquía, de manera que el lugar en esa escala invisible es el que decide quién participa y quién lo ve, en la sociedad moderna hay una promesa de acceso directo a la participación y a la visibilidad, sin considerar el grupo al que se pertenece. En este sentido, la promesa de una sociedad moderna y democrática es una promesa de igualdad simbólica.
Por eso, debajo de todas las frustraciones que el resultado de esta Convención podrá provocar —ya se verá— existe una lección indudable: la sociedad se compone de identidades múltiples a las que es necesario reconocer y revalidar para que así sus miembros se incorporen al diálogo democrático como iguales, sin necesidad de performances y payasadas para lograr ser vistos y así, junto con aparecer, ser.