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Editorial
Domingo 26 de junio de 2022
El caso del Ministerio Público
Una serie de factores ha llevado a la institución a una crisis de eficacia como no se había conocido hasta ahora.
La Fiscalía se ha convertido en una institución burocrática y difícil de gobernar, en la cual cohabitan profesionales de excelencia y funcionarios que apenas se limitan a cumplir con ciertos mínimos. Una serie de problemas en la gestión y el sistema de incentivos junto a otros factores menos cuantificables, como los liderazgos internos y la evolución de las relaciones laborales en general, han llevado a la institución a una crisis de eficacia como no se había conocido hasta ahora. Son muy pocos los delitos que realmente se investigan y menos todavía aquellos respecto de los cuales la pretensión punitiva resulta medianamente satisfecha. Esta inoperancia es patente a todo nivel, desde las causas supuestamente prioritarias o de connotación social, hasta la delincuencia común que afecta a todos los estratos sociales, al punto que existe la generalizada percepción de que el trabajo de la Fiscalía no responde a la gran cantidad de recursos que el Estado le destina. A ello se suma un incremento en los ingresos y en la complejidad de las causas, fenómenos potenciados por la expansión de la criminalidad organizada y la improvisación en materias migratorias. La Fiscalía está pasando por un momento complejo y por eso es natural que existan grandes expectativas tanto respecto del nuevo fiscal nacional —el actual cumple la edad límite en octubre próximo— como de los cambios que podría propiciar un nuevo estatuto constitucional de la institución.
Un mínimo de sentido de realidad obliga a mirar con escepticismo estos últimos cambios. Aparte de que ellos no innovan sustancialmente respecto del estatuto constitucional vigente, no se aprecia ninguno que pueda tener efectos directos en la eficacia de la institución. Lo principal en este sentido parece ser un nuevo balance de poder entre el fiscal nacional y el denominado Comité del Ministerio Público, integrado por aquel y por los fiscales regionales, que estaría encargado entre otras cosas de definir la política de persecución, proponer las ternas para los cargos de fiscal y ejercer las potestades disciplinarias respecto de todos los funcionarios. El ejercicio colegiado de estas atribuciones es una buena idea, que puede introducirse perfectamente por medio de una ley, pero este nuevo balance de poder puede ser positivo, negativo o neutro respecto de los déficits de operatividad que afectan a la institución y golpean cotidianamente a las víctimas.
Todo esto convierte la elección del próximo fiscal nacional en un asunto muy delicado. Altas cualificaciones técnicas, escrupulosa probidad y capacidad de interlocución política, junto a un liderazgo cercano y sin sesgos ideológicos, son atributos difíciles de encontrar en una sola persona. Más complejo aún será dar con aquella que sea capaz de reencantar a los funcionarios con la trascendencia de su labor, pues la persecución del delito nunca será eficaz si se reduce al cumplimiento rutinario de tareas burocráticas. En la capacidad para hacer esta diferencia se juega el futuro del Ministerio Público.