Sean Penn le preguntó a Joaquín “El Chapo” Guzmán en su famosísima entrevista en Rolling Stone: “¿Y cómo entró en contacto con las drogas?”. El líder del cartel de Sinaloa, hombre que Forbes ubicó entre los más ricos del mundo entre 2009 y 2012, respondió: “yo me crié en un rancho que se llama La Tuna, por allá no hay fuente de trabajo… la manera para sobrevivir es sembrar amapola, marihuana, y yo a esa edad (15 años) comencé a cultivarla, cosecharla y venderla”. No se nace narco. El narco se hace.
Es precisamente este el tema de un reciente y fascinante estudio de la profesora de Princeton Maria Sviatschi. La idea es más o menos esta: en 1999, el Plan Colombia tuvo como objetivo barrer con el narcotráfico en ese país. Como resultado, la oferta de droga cayó, elevando su precio en el mundo y generando los incentivos para desplazar su producción. Perú, un país con ventajas comparativas en el rubro, brindó oportunidades para el desarrollo de los ilegales emprendimientos. En 2012, se había transformado en el mayor productor de coca del planeta. Hasta ahí no hay sorpresas.
La lucrativa actividad económica llevó a niños en edad escolar a emplearse en la nueva industria. Así, en regiones aptas para la producción de coca, Sviatschi documenta un aumento del 30% en el trabajo infantil entre 1997 y 2003. Y con el aumento en el precio de la droga, estima que la tasa de deserción escolar creció 24% entre quienes tenían en ese entonces 11-14 años. El Estado, como suele suceder, registró tarde lo que pasaba y poco pudo hacer para contener la escalada.
Y el trabajo infantil en actividades ilícitas tuvo un impacto sobre la criminalidad años después. El estudio demuestra que aquellas personas que crecieron en áreas en donde la producción de coca estalló tuvieron un 30% de mayor probabilidad de ser encarcelados cuando adultos (respecto de un grupo de comparación). Y lo notable es que esto no fue el resultado de menos años de escolaridad (capital humano general), sino de la acumulación de experiencia concreta en actividades ilícitas durante la niñez y juventud (capital humano específico al sector). En México, “El Chapo” se “entrenó” desde los 15.
¿Puede hacer algo el Estado? Como la educación blinda, transferencias condicionales para mantener a los niños en la escuela contienen en algo el desastre. Pero, claro, si la violencia y crimen entran a la sala, las herramientas para combatir la “producción” de la nueva generación de delincuentes se acaban.
En Chile, el crimen organizado representa en la actualidad una próspera industria. Debe haber niños y jóvenes formando las habilidades que demanda. Además, hay cifras que hacen pensar que el proceso lleva años (10% de alumnos de 6to básico el 2012 desertaba antes del 2018) y señales de sus resultados (vándalos en liceos emblemáticos). Súmele a eso la pandemia, una economía que no crece en una década, salarios reales estancados, un Estado inepto y una policía sobrepasada. El narco tiene el camino despejado. Queda, entonces, solo una duda: ¿dónde se “instruye” hoy el futuro “Chapo” local?