“No tengo la menor intención de tomarme o de que me toméis como poeta; la palabra misma me suena hoy desmesurada y extemporánea. Solo puedo decir que hay sensaciones, impresiones, humores, que únicamente pueden expresarse en versos y que solo consiguen una comunicación efectiva de esa forma. Como novelista, que lo soy a veces, soy muy consciente de esta diferencia”, señala Hernán Valdés en el escueto preámbulo de este libro, que lleva por título Reunión de versos, un título por el cual sobrevuela un escepticismo similar al que se señala y refuta en el párrafo anterior.
“Reunión” y no “colección” ni antología, acaso una mezcla azarosa o, mejor, un encuentro y una conversación necesarios. Así, para las generaciones más recientes la figura de Hernán Valdés como escritor se hace presente en las facetas de la obra testimonial y en la de novelista, ignorándose el impacto —destacado por Pedro Lastra en el prólogo— que tuvo el poemario Apariciones y desapariciones (1964), del cual se incluye ahora una selección revisada y corregida. Desde esa fecha hasta la publicación de este libro Valdés siguió escribiendo poesía, pero no publicó. Una selección de esos inéditos se añade a esta “reunión” con el complemento de “Teófilo Cid, suspendido sobre el fuego”, poema sobresaliente que aparece en su novela Zoom (1971).
Si se vuelve al párrafo primero, Valdés no niega la diferencia entre la novela y el verso, son las palabras precisas que utiliza, no prosa y poesía. De hecho, considera que “la palabra misma (poeta) me suena hoy desmesurada y extemporánea”, es decir, no la posibilidad de la poesía sino ya la mera palabra adquiere ese doble carácter. Valdés, en sus propias novelas, ha reflexionado sobre el ámbito en que se desenvuelve y plantea la forma novelística, cuestión que no es del caso tratar aquí. El punto es que el “verso” —de algún modo lo que resta de la poesía sin caer en la desmesura y la extemporaneidad— se justifica porque existen “sensaciones, impresiones, humores” que solamente pueden ser comunicados de modo efectivo a través de él.
Específicas sensaciones, expresiones y humores son el ámbito acotado que Hernán Valdés concede a la versificación en contraste con la novelización que también, advierte, solo practica “a veces”. Es poderoso este verdadero frontón que precede la “reunión”, puesto que en él se advierte la incomodidad del autor Hernán Valdés para habitar en la poesía, para hacer morada en ella e, incluso, aunque menos, en la misma novela. Esta incomodidad no solo explica el lapso entre la publicación de 1964 y la presente, sino que, como es usual en el autor, plantea un asunto general en el cual es la poesía y no la novela —como fue el lugar común hasta mediados del siglo pasado— la que se encuentra en peligro como forma en nuestros tiempos. La publicación abundante de poemarios, la presencia por doquier de editoriales dedicadas a publicar a “poetas”, no son demostraciones, parece advertir Valdés, para estar seguros de la vitalidad e inmunidad de la poesía ante la técnica y la cultura de masas.
Al traspasar ese umbral, que deja trémulo, y considerado el poemario desde el mismo, se despliega un conjunto breve y contundente de poemas, que evolucionan con rigor y oficio entre los contenidos en Apariciones y desapariciones, un núcleo brillante y melancólico, pasando por el dedicado a Teófilo Cid, que es también una suerte de autorretrato en un espejo, hasta los posteriores, en todos los cuales, en algún instante, asoma esa incomodidad.
Como era de esperar, el poetizar de Valdés, al igual que su novelizar, se sostiene sobre un pensamiento, aunque lo que aparezca más visiblemente en los versos sean aquellas “sensaciones, impresiones, humores”, porque es el pensar dilucidado o mostrado el sello de su obra, la falta de inconciencia o el exceso de lucidez lo que provoca su extrañamiento, el aparte existencial que es el eje de su creación. Ese afán de lucidez extrema —el “humor”— aparece en el magnífico poema final, “Autoespectáculo”, y lo lleva a querer “encarar esa figura amorfa/ escrutar qué hay detrás/ de esa materia/ de que está hecho eso/ que uno se atreve a llamar yo”. Esto trae a la memoria aquel decir de Eugenio Montale de que todo poeta padece de un desajuste no frente a esta o aquella circunstancias, que por cierto pueden ser mejores o peores —bien lo sabe Valdés— sino frente a la circunstancia misma de existir.
Ese desajuste o incomodidad se enlaza con la idea central en estos poemas: en la vida hay un discurrir cotidiano —que es la nada— jalonado por un parpadeo (de amor y dolor) de aparición, desaparición y, acaso, recuperación, donde reside el ser. “Solo hay periodos en que estamos despiertos/ periodos de asombro y de pasión”, señala.
Escritura transparente para sentir. Bellísimo poemario.