Una de las exigencias morales de cualquier interacción humana —y la política es una de las formas más intensas de esa interacción— la constituye el fairplay, la buena fe a la hora de presentar el propio punto de vista y el ajeno, la disposición a describir completa y fielmente el contenido de una disyuntiva.
Parece obvio que si usted invita a alguien a elegir y a la hora de describir las alternativas dibuja una con perfiles de claridad casi metálica y la otra la bosqueja apenas, dejándola en las sombras, usted estaría faltando al fairplay.
Es lo que puede ocurrir en el próximo plebiscito.
Las alternativas, todo el mundo lo sabe, serán dos, apruebo o rechazo. Hasta ahí todo bien y todo obvio. El apruebo significa asentir en el texto que la Convención Constitucional ofrecerá a la ciudadanía. Y el rechazo significa… ¿qué significa el rechazo?
Esa pregunta tiene muchas respuestas, lo que es casi equivalente a decir que no tiene ninguna o, en otras palabras, que no existe como alternativa o que la alternativa es una incógnita o que, como se atrevió a decir Pinochet para el plebiscito del ochenta, que la alternativa se parece al caos (o sea, a una decisión cuyas consecuencias no se pueden predecir).
De ser así, es flagrante que en el diseño del plebiscito tal como se ha ido configurando en este tiempo hay un defecto de fairplay, puesto que no se invita a la ciudadanía a elegir entre dos alternativas prístinas y claras, sino entre una que es transparente y la otra que es incógnita o cuya única claridad es ser incógnita. Pero elegir una incógnita no es elegir en sentido estricto o, más bien, es elegir no se sabe bien qué, de manera que quienes son adversos al riesgo (aquellos que prefieren 10 pesos a una probabilidad, incluso alta, de ganar 50) se verán inclinados por esta sola razón a votar apruebo. Se puede decir, desde luego, que el rechazo no es una incógnita y que rechazar significa solo no aceptar la propuesta con las consecuencias que de ello se seguirían; pero ¿qué consecuencias se seguirían de rechazar una propuesta constitucional cuando lo que queda, en tal caso, es una Constitución que la mayoría abrumadora (al constituir la Convención) decretó en los hechos exánime o muerta o desfalleciente?
En materia de contratos (aunque en este caso la decisión es unánime como ocurre, desde luego, en la metáfora del contrato social), los juristas suelen decir que para que la oferta de celebrar uno sea válida, es imprescindible, entre otras condiciones, que ella sea completa, es decir, que sea formulada en tales términos que basta para que el consentimiento se forme, y el contrato llegue a existir, que la parte a quien la oferta se dirige simplemente la acepte. Esto significa que quien acepta la oferta pueda, al oírla o al leerla, conocer exactamente lo que ella significa y a lo que se obliga al aceptar, sea porque la oferta lo dice explícitamente, sea porque la ley de manera supletoria lo indica.
Pero si la oferta no es completa o es vaga, entonces no vale como oferta y entonces, aunque se la acepte, el consentimiento, que es indispensable para el contrato, no llega a formarse.
Y si lo anterior vale para la compraventa, el arrendamiento o cualquier otro negocio semejante, ¿no diremos lo mismo de este sucedáneo de contrato social que es un plebiscito constitucional? Si a la hora de aceptar una compraventa usted debe conocer completamente aquello que se le ofrece, ¿no habrá que esperar lo mismo cuando se le invita a adoptar una decisión constitucional, que usted conozca de manera completa las alternativas?
Sí, es cierto: la mera ignorancia acerca de la alternativa no significa que alguien haya incurrido en una falta al fairplay. Pero una vez que se advierte acerca de esa ignorancia y lo que ella significa, ya no se puede guardar silencio y seguir con la incógnita. Una vez que está claro, como ha llegado a estarlo, que una de las alternativas es ambigua, desdibujada, equívoca, indeterminada o incompleta, aparece el deber de los órganos públicos —el Congreso y el Presidente— de explicitarla en detalle, para que así la ciudadanía sepa con claridad de qué se trata todo esto, cuál es la alternativa en juego o, lo que es lo mismo, qué se sacrificará, como diría un economista, al votar esto o aquello.
El Presidente Boric (que es, sobra decirlo, un hombre honrado) ha dicho que el deber del Gobierno es pensar qué significa el rechazo y ponerse en ese escenario. Bien. Solo le faltó decir que el derecho correlativo de la ciudadanía es conocer esos escenarios pormenorizadamente, para que así su elección (fuere cual fuere) sea informada.
No darlo a conocer será incurrir en una falta a ese deber que demandamos hasta de los futbolistas.
Carlos Peña