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Editorial
Lunes 02 de mayo de 2022
¿Estado social o prestador único?
La Convención avanza en un modelo lejano de la socialdemocracia y restrictor de libertades.
La Convención aprobó la denominación de Chile como “Estado democrático y social de derecho”. Mirado aisladamente, tal sello inspirador no presentaría por sí mismo objeciones jurídicas, siempre que otros principios, derechos y garantías resguarden espacios básicos y operativos de libertad en la sociedad. El reproche surge, empero, porque esa afirmación tendrá que convivir en la nueva Carta con un interminable número de principios intensamente estatistas que avanzan en el borrador.
Un Estado social de derecho, según la doctrina e ideologías que lo han promovido, consiste en uno que, siempre regido por la ley, encarga al Estado el rol de asegurar las prestaciones básicas que requiere la persona para su existencia y realización. Las llamadas “condiciones de existencia” del ser humano tendrían prioridad máxima para esa clase de Estado. Estas condiciones, que no son otras que ciertos derechos fundamentales sociales, son concebidas también como “condiciones para el ejercicio” del resto de esos derechos.
Esta clase de Estado fue promovida activamente por la expresidenta Bachelet en 2015 y los constitucionalistas más influyentes de aquel proceso. Todos ellos partían de dos supuestos equivocados, aunque bastante arraigados. El primero consiste en que la Constitución vigente impediría al Estado un involucramiento más intenso en asegurar derechos sociales. Esta creencia es incorrecta, y la pandemia demostró parcial e inesperadamente esa equivocación. Pero el segundo error consiste en asociar un Estado social de derecho a uno que otorgue directamente y casi monopólicamente las prestaciones de salud, seguridad social, vivienda y educación. Una estructura así estatizada no corresponde a un Estado democrático ni social de derecho, pero las mayorías dominantes en la Convención parecen no comprenderlo. De otra forma, no se entendería que los artículos ya aprobados en particular por 2/3 del pleno están dando lugar a un entorno persecutor del sector privado y de la libertad de elección de las personas.
En efecto, por una parte, se impone al Estado el deber de “proveer de servicios públicos universales y de calidad a todas las personas”, facultándolo para “planificar” la “provisión, prestación y cobertura de esos servicios”, pero simultáneamente, se elimina toda referencia a la participación privada y al derecho de las personas a elegir. Solo en educación se conserva la libertad de enseñanza —bastante castigada—, pero en seguridad social y salud se deroga toda mención a prestadores privados. Además, hay rimbombantes afirmaciones sobre el nuevo “Sistema de Seguridad Social público” o el “Sistema Nacional de Salud”, que será de carácter “universal, público e integrado”. Todo este marco lingüístico no puede sino significar que para la Convención, el Estado debe avanzar hasta transformarse en prestador social único y monopólico.
A lo anterior se agregan aspectos institucionales que confirman el contenido estatista de este modelo como, por ejemplo, la creación de la figura de la nueva “empresa pública regional”. Todo parece indicar que el “Estado democrático y social de derecho” que elabora la Convención estará en realidad muy alejado de una socialdemocracia y muy cerca de una sociedad castigada en sus libertades.