La pedrada al Presidente y la impunidad de quien la arrojó; el trato desdeñoso del primero a una persona que lo criticaba; la disputa al Estado del monopolio de la fuerza en el sur y los crímenes consiguientes; los violentos desórdenes escolares; los intentos de quemarse a lo bonzo enfrente de La Moneda; el comportamiento de algunos convencionales tildando de traidores a quienes piensan distinto; el envilecimiento de los espacios públicos; el incremento de los delitos violentos; la resistencia a la autoridad; la falta de conciencia de los propios límites intelectuales que exhiben algunos convencionales; la creencia que haber sido elegido para un cargo es la prueba irrefutable de que se cuenta con las competencias para ejercerlo, ¿hay algo que pueda explicar que todo eso ocurra a la vez?
En la sociología clásica ese conjunto de fenómenos recibió un nombre: anomia.
La palabra (que literalmente significa carencia de normas) alude al hecho de que, en ciertos momentos sociales (momentos que pueden tomar años), desaparece toda orientación normativa común y las personas entonces se quedan a solas consigo mismas y con su subjetividad. Y de ahí en adelante todo parece legítimo, desde la pedrada al Presidente, la patada al rector del colegio, la quema de un bus, la demanda de esto o de lo otro, el descuido en el lenguaje. La realidad comienza a perder su silueta y las personas experimentan algo parecido a lo que Freud llamó narcisismo primario: ya no distinguen entre sus deseos y la realidad del mundo en derredor.
Emilio Durkheim (uno de los fundadores de lo que hoy conocemos como sociología) explicaba la anomia como un fenómeno de desclasificación. Las sociedades, explicaba, consisten en una trama invisible que asigna posiciones sociales a los individuos y les confiere un cierto valor. Cada una de esas posiciones establece una cierta orientación de la conducta y crea ciertas expectativas en quienes se relacionan con quien posee la posición del caso. Cuando esa desclasificación se produce se inicia una crisis que solo acaba cuando esa organización invisible se restablece.
Hace falta tiempo —explica Durkheim en su famoso estudio sobre el suicidio— para que la conciencia pública reclasifique a los hombres y las cosas. Hasta que las fuerzas sociales liberadas no vuelvan a encontrar su equilibrio, el valor permanece indeterminado y, por consiguiente, toda reglamentación será defectuosa durante algún tiempo. Ya no se sabe lo que es posible y lo que no, lo que es justo o injusto, qué reivindicaciones y esperanzas son legítimas y cuáles no. Por consiguiente, se aspira a todo. Por eso —concluyó en otro de sus textos—, la anomia puede ser llamada también “el mal del infinito”.
La anomia, este fenómeno que se vive en Chile, no es carencia de racionalidad. Es algo peor. Es la ausencia de aquellas cosas invisibles que deben existir para que la razón funcione (el sentido de los límites, la conciencia de que no basta desear algo para que sea correcto hacerlo, el pudor, la sobriedad, la pulcritud en el cumplimiento de las tareas, el sentido del deber). Cuando esas cosas faltan se incurre en el delirio, que no es otra cosa que la razón desbocada: la creencia de que basta pensar algo para que ese algo sea posible; ¿no es algo así lo que se observa hoy?, ¿la convicción de que basta que algo se deduzca de algún concepto —sea el lucro, la categoría de sintiente, el género, lo ancestral o lo que fuera— para creer que entonces es posible de ser realizado? Chesterton, el gran escritor inglés, en uno de sus más brillantes textos describe este tipo de conducta delirante de una manera perfecta: loco, dice, es quien lo ha perdido todo menos la razón.
Por supuesto, muchas veces la anomia es, como parece ocurrir en Chile, el otro nombre de un proceso de cambio social, de transformaciones a veces necesarias y urgentes; pero de ser así requiere conducción y autoridad, para que no se frustre o se apague o se deslegitime o fracase. La pregunta es entonces qué hacer para disminuir sus efectos, para lograr que una cierta orientación del comportamiento se recupere.
La opinión de los clásicos es que este tipo de fenómenos se extiende inevitablemente durante un tiempo; pero agregan que para contenerlo es imprescindible que las figuras de autoridad recuerden que una institución es sinónimo de límites; que no resignen su papel cediendo a la tentación de lograr popularidad identificándose con aquellos a quienes deben guiar o gobernar; que no crean que las formas son antiguallas que hay que dejar de lado; que no abandonen el deber de, llegado el caso, ejercer la coacción; que no descuiden el lenguaje ni olviden que las palabras reflejan la manera en que vemos a los otros y al mundo en derredor.
En suma, que las figuras de autoridad hagan todo aquello que en este Chile desclasificado se niegan, por ahora, a hacer.