En la construcción de una democracia hay ciertas “líneas rojas” que ninguna Constitución debe traspasar. Una de ellas es la independencia del Poder Judicial. Las recientes dictaduras descansan menos en la fuerza militar —que es demasiado evidente— y sí en el control de la judicatura que es una forma más solapada e hipócrita.
Daniel Ortega no manda a la policía para que le asegure un fraude electoral, sino que ordena al Poder Judicial, que controla, que dicte una sentencia contra todo candidato que le incomode. Maduro no dispone la clausura del diario “El Nacional”, sino que una condena judicial a pagar una decena de millones de dólares provoca su cierre. Orban en Hungría y Kaczynski en Polonia son acusados por la Unión Europea de estar destruyendo el Estado de Derecho mediante el control del Poder Judicial.
Otra amenaza se encuentra en el abuso de mecanismos de democracia directa. No cabe negar de modo absoluto la existencia de referéndums y revocatorios; pero hay que ser conscientes de que salidos de madre pueden dar origen a la dictadura. Se ha hecho frecuente que un autócrata acuda directamente al pueblo, al que le pide una vinculación íntima —no mediatizada por partidos, ni clases, ni mayorías parlamentarias—, sino a través de plebiscitos que le permiten privar de derechos a las minorías, concentrar el poder, transformar el Congreso en un ente decorativo y, por esa vía, sin controles ni balances, establecer un gobierno despótico. Es el camino de, entre otros, Putin, Erdogan, Sri Lanka, AMLO, que ha anunciado que acudirá a consultas populares que sean vinculantes si vota el 20 o 30 por ciento del padrón.
Una tercera “línea roja” es la creación de un extremo desbalance de poder al acumular en un órgano —sea la presidencia o una asamblea— una suma tal de atribuciones que lo haga superior en poder político a todo otro poder del Estado. No es que desaparezcan los tribunales o la presidencia o el Parlamento o una de sus ramas, sino que esas instituciones, degradadas de atribuciones, quedan sometidas al órgano dominante sin que puedan controlar ni balancear su poder.
Hasta hoy, la Convención ha puesto la Cámara de Diputados en el centro de la “sala de máquinas”, con lo cual no vamos hacia un “presidencialismo atenuado”, sino a un gobierno de Asamblea, que es el más inoperante de los sistemas políticos. Aun creyendo que esto es un error, su naturaleza democrática depende de cómo sea regulada. Dado su enorme poder, si sus atribuciones y límites no están claramente establecidos en la Constitución o son dejados al arbitrio de la ley común (el número de sus miembros; escaños reservados; sistema electoral; acusador y juez en la destitución de ministros; atribuciones para reformar la Constitución, y otros asuntos fundamentales) arriesga ser la antesala de un orden autocrático.
Además, hay que prestar especial atención a tres capítulos de la Constitución, que están en curso y que pueden constituir amenazas mayores. Uno es el control constitucional que, como bien ha señalado Carlos Peña, si “se lo hace desaparecer o se le aminora o mitiga o deforma hasta hacerlo irrelevante, entonces la misma Constitución no existiría”. Otro, son los artículos transitorios, donde so pretexto de regular la transición desde las antiguas instituciones a las que crea la nueva Constitución, autoritarios de distinto signo han encontrado la oportunidad para hacerse con el control o descabezar al Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Banco Central y otros organismos. Finalmente, un tercer capítulo son las normas para la reforma de la Carta, donde circulan, en la comisión, textos que por el prestigio de la Convención es de esperar que sean rechazados por el pleno.
Precisar estas “líneas rojas” es fundamental porque en las últimas décadas la democracia, más que nunca, está desafiada. En Estados Unidos y en Francia, por Trump y Le Pen, respectivamente; en India, en México, Brasil. En Europa Central, por una ultraderecha cada vez más agresiva, y en otros lugares por la “izquierda borbónica”, esa que no olvida ni aprende nada. En este cuadro, la Convención tiene la oportunidad de fortalecer las posibilidades del Apruebo, desechando amenazas contra la democracia, como la insuficiente autonomía del Poder Judicial, la mala regulación de la justicia constitucional, rechazando elementos cuestionables de la democracia plebiscitaria o evitando una estructuración del sistema político en torno de un órgano dominante carente de equilibrios y controles reales. La Convención puede desechar estas peticiones —que son moderadas y razonables, pues se ajustan a la teoría y práctica universal de la democracia—, pero en ese caso debe asumir que no puede pedir a quienes piensan distinto que apoyen una propuesta que significa abdicar de sus convicciones y de su historia.
Genaro Arriagada