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Editorial
Miércoles 20 de abril de 2022
Pasos equivocados en el Simce
Más que “reformular”, el objetivo parece ser eliminar todo un sistema de rendición de cuentas, con previsible retroceso en la calidad de la educación.
El ministro de Educación había anunciado hace unos días que pediría al Consejo Nacional de Educación suspender la aplicación de la prueba Simce durante 2022. Los motivos eran algo confusos y no es evidente que dicho Consejo tenga una respuesta que entregar. La Ley General de Educación establece la obligación de la autoridad de presentar un plan de evaluación. Este fue presentado hace un tiempo y está plenamente vigente. En las actuales circunstancias, parece pertinente aplicar esta medición. Para este año se contempla, además, una evaluación relativamente exhaustiva: 2º Básico (lectura), 4º Básico (lectura y matemáticas), 6º Básico (lectura, escritura, matemáticas), 8º Básico (lectura y matemática) y 2º Medio (lectura, matemática y ciencias naturales). Representa, entonces, una oportunidad única para ver el estado de los aprendizajes de los estudiantes después de la pandemia y definir estrategias de remediación.
Es, por consiguiente, curioso que las autoridades educacionales quieran renunciar a esta posibilidad. Por cierto, el Simce no es perfecto, pero hay dos décadas de aprendizaje en su aplicación que lo transforman en una herramienta muy útil en la coyuntura actual. La alternativa es actuar a tientas o elaborar diagnósticos mucho más acotados, que impedirán dimensionar el alcance de las iniciativas que se deben abordar para intentar corregir déficits y brechas de aprendizaje. Los organismos internacionales anticiparon que la suspensión de clases iba a representar una catástrofe para el desarrollo de habilidades cognitivas y socioemocionales, y que sus efectos iban a ser duraderos. Pero estos serán aún más dañinos y prolongados si no se acude a buena información para intentar las reparaciones educativas que correspondan. Hay que tener en cuenta, además, que Chile fue un país con alta interrupción de clases.
Pero ayer, el ministro fue un paso más allá y anunció la presentación este año de un proyecto de ley para modificar el sistema de aseguramiento de la calidad de la enseñanza. Aunque luego afirmó que no se persigue la “eliminación” del Simce, sino su reformulación, el alcance de los cambios insinuados —que van desde terminar con el carácter público de la información, hasta la posibilidad de que el examen sea solo muestral y no se realice todos los años, además de que no tenga consecuencias para los colegios— supone en los hechos el fin de esta prueba tal como ha sido hasta ahora aplicada. Entre las razones para la decisión, sostuvo que esta herramienta habría generado “una carrera desenfrenada entre los colegios, compitiendo por la matrícula, generando rankings, categorizando escuelas e incluso estableciendo la posibilidad de cerrar establecimientos”.
Se trata de una afirmación que combina aspectos de muy distinta naturaleza. El sistema de aseguramiento de la calidad de la educación escolar, que se legisló en 2011 y que ha sido perfeccionado en años posteriores, definió una institucionalidad de dos brazos; el primero es la Superintendencia de Educación, que fiscaliza el cumplimiento de la regulación y los derechos de los estudiantes, entre otros aspectos; el segundo, una agencia de aseguramiento de la calidad que apoya a los establecimientos y, para definir las prioridades en sus ayudas, los categoriza en función del cumplimiento de estándares de aprendizaje. Es cierto que estos descansan en una proporción importante en los resultados del Simce, corregidos por el nivel de vulnerabilidad de los estudiantes de cada plantel escolar, pero ello tiene pleno sentido si se tiene en cuenta la enorme heterogeneidad en el desempeño de los establecimientos que atienden a estudiantes de capital sociocultural similar. Solo cuando después de sucesivos apoyos los colegios, escuelas y liceos no mejoran, pueden ser cerrados. Esto parece razonable si se pretende un sistema cuyo foco sea efectivamente el interés de los niños y los jóvenes. Por eso, más que “reformular” el Simce, el objetivo del Ministerio de Educación es eliminar un sistema, por cierto, siempre perfectible, de rendición de cuentas. Es un grave error y significará probablemente un retroceso en la calidad de la educación del país.
A propósito de este anuncio, no resulta entonces creíble la afirmación ministerial de que “el Gobierno no está en contra de tener un sistema de evaluación de calidad de la educación”. En Chile, sin “accountability” exigente, eso no es posible. Tampoco es convincente el argumento de la competencia exacerbada: en esta prueba, todos los colegios pueden mejorar. No hay que negar que instrumentos de estas características puedan tener costos, pero sus beneficios —información a los padres, a las comunidades, motivar mejoramientos, desalentar malos desempeños y prácticas, entre otros— son mucho mayores.