Una de las maneras de degradar el debate público lo constituye la imputación genérica de que el opositor, aquel que no comparte el propio punto de vista, es un mentiroso, alguien dedicado a propalar e instalar mentiras.
Y, sin embargo, y desgraciadamente, ha sido el mismo presidente Boric quien acaba de contribuir a que ello ocurra —que el debate público se degrade— nada menos que en la inauguración del año académico de la Universidad de Chile:
“Quiero decirles a los chilenos —explicó, con particular énfasis— que no se dejen guiar por quienes instalan abiertamente mentiras”.
Reveló así un punto de vista gravemente erróneo.
Como es sabido, en sentido clásico, la verdad equivale a la concordancia entre lo que se dice de una cosa y lo que la cosa es (Aristóteles, Metafísica, 1011b25). De ahí entonces que sea relativamente fácil decir que tal cosa es mentira o verdad (o identificar mentirosos) tratándose de descripciones fácticas o empíricas. Por ejemplo, que hoy llueve o no, que la Convención tiene tal cantidad de integrantes, que tal comisión votó esto o aquello. Esas son afirmaciones fácticas. Y ellas pueden ser verdaderas o falsas en el sentido clásico. Serán verdad si lo que dicen coincide con aquello a lo que se refieren y falsas en caso contrario.
Hasta ahí todo bien.
Pero ocurre que en el debate político y constitucional la mayor parte de lo que se asevera, lo que está en su centro, lo que importa, no cuenta con ninguna contrapartida fáctica o empírica con la que contrastar lo que se afirma. El discurso político en sentido estricto no es acerca de hechos, sino acerca de la valoración de los hechos, acerca de si un cierto evento producirá este o aquel efecto en el ámbito de las virtudes sociales, la convivencia, la cooperación o la vida comunitaria. De esta manera, cuando el contrincante en el actual debate constitucional asevera que tal o cual institución lesiona la tradición o deteriora ciertas virtudes, o alerta acerca de una decisión que juzga equivocada, es posible decir que no se está de acuerdo con él, intentar refutar sus razones, mostrar que su posición es errónea, que los valores que defiende o las virtudes que proclama no son tales, y cosas así.
Lo que no se puede decir es lo que acaba de decir el Presidente en una intervención universitaria (salvo, claro, que una intervención universitaria esté, desde ahora, exonerada de todo rigor): que el adversario político al discrepar esté instalando mentiras.
Tratar de mentiroso al adversario político o a quien mantiene opiniones distintas a las propias, o a quien valora los hechos normativos de manera diferente a como uno lo haría, puede sacar aplausos en un auditorio entusiasta; pero, no hay que engañarse, daña severamente la vida cívica al tender una suerte de condena o anatema moral sobre el adversario, sobre aquel que legítimamente valora o aprecia de manera distinta los hechos. Es lo que quiso decir Hanna Arendt cuando, con ironía, observó que la verdad es despótica, y por eso esgrimirla a ella o a la mentira en el debate democrático es gravemente erróneo (Arendt, Truth and Politics, en The New Yorker, February 25, 1967).
Para comprender cuán inconveniente es tildar a quienes son críticos de la Convención Constitucional de mentirosos, bastaría preguntarse cómo calificar a quien —como el propio Presidente— suele decir cosas inconsistentes entre sí. Como dos cosas inconsistentes no pueden ser verdaderas o correctas al mismo tiempo (es lo que enseñó tempranamente Aristóteles en Metafísica 1005b 18 al formular el principio de no contradicción) no cabría sino decir, haciendo pie en el mismo punto de vista presidencial, que cada vez que el Presidente Boric ha cambiado de opinión —respecto de la violencia callejera, respecto de la camiseta con la que festinó el crimen de Guzmán, respecto de los retiros del diez por ciento, respecto del desempeño de la Concertación, etcétera, etcétera— inevitablemente ha mentido. Y mentido no una, sino varias veces.
Pero para quien conozca el discurso político lo que en realidad diría es que el Presidente no es un mentiroso, sino alguien que modifica su valoración de los hechos o de las circunstancias dependiendo de factores estratégicos o de oportunidad. Diría, en suma, que es un político, alguien que se esfuerza por una comprensión equilibrada de los hechos y que mantiene frente a ellos opiniones diversas dependiendo de cómo navegue la nave de la vida colectiva.
Lo que el Presidente no puede hacer es proferir enunciados contradictorios pretendiendo que él dice la verdad y que sus adversarios, en cambio, por valorar las decisiones de manera distinta, mienten.
Y es que el fervor retórico, incluso cuando es pálido, tiene límites.