Esa —disculpas republicanas— fue la expresión usada por la ministra Izkia Siches para excusarse por haber divulgado noticias falsas.
¿Cuál es el sentido de esa expresión?
Es obvio que la expresión tiene un tono exculpatorio, puesto que pretende hacer de algo reprochable (difundir una falsedad producto de la propia negligencia) la ocasión de algo encomiable (ejercitar la virtud republicana). O, si se prefiere: la expresión presenta algo malo como una oportunidad para hacer algo bueno. Es como si una beata encontrara consuelo en la idea de que, después de todo, el pecado en que incurrió fue una ocasión para pedir perdón y hacer la correspondiente penitencia. Es como oír la lectura de Romanos 7:24 solo que al revés: hago mal y obtengo un bien.
Desgraciadamente, la de la ministra es una actitud que remeda otra que el Presidente tuvo muchas veces en el pasado: creer que los errores tienen la capacidad paradójica de brindar la oportunidad de disculparse y mostrar virtuoso a quien los comete.
Para una mentalidad religiosa, todo eso podría tener algún sentido; pero desde el punto de vista público no tiene ninguno. La ciudadanía espera que sus autoridades cumplan con su deber, se expresen con sobriedad, se sujeten a la ley, sean capaces de ejercer las facultades que la democracia puso en sus manos y se dispongan a poner en paréntesis su subjetividad para sustituirla por el apego a los deberes. Y es que los deberes públicos son del tipo que los abogados llaman obligaciones de medio: todos aceptamos que las autoridades puedan no alcanzar el resultado que prometieron y nadie los culpara por ello; pero todos esperan que al esforzarse por obtenerlo se comporten con la actitud y el cuidado que razonablemente podrían conducir a él.
Creer, en cambio, que se puede divulgar falsedades de manera negligente, aliñándolas con ironía, aspavientos y en tono de escándalo (no otra cosa, no hay que engañarse, es lo que la ministra hizo), a condición de que luego se den disculpas por Twitter, pone muy baja la vara con que se mide el comportamiento público. Para advertir cuán baja quedó la vara basta reparar en lo siguiente: si la información era verdadera como la ministra la creyó, merecía iniciara una investigación y una denuncia penal; si en cambio era falsa, como lo fue, merecía que quien la divulgó de manera negligente y ligera asumiera la responsabilidad por ello.
Pero nada de eso ocurrió. Y la vara —que ya venía baja del anterior gobierno— quedó ahora a ras de piso.
Y es urgente elevarla.
Hay en esto un defecto que se insinúa en el Gobierno y que el Presidente Boric debe corregir con urgencia, tanto en sí mismo como en algunos de sus ministros. La idea de que bastan tres ingredientes para la virtud pública: una visión moralizadora de los fenómenos sociales (todo lo que ocurre es carencia de solidaridad, abundancia de egoísmo, cicatería de las élites, etcétera); una actitud paternalista y perdonavidas frente a quienes padecen desventaja (si quien comete un crimen se llama a sí mismo preso político, entonces hay que llamarlo así, la violencia cuando es fruto de la desigualdad es menos mala, etcétera); y una visión formalista del deber público (usted puede burlarse de un crimen o divulgar falsedades, pero lo importante es que sepa disculparse y reconocer sus errores). Nada de esto es sensato. El buen político, en vez de una visión moralizadora de la vida social, posee una clara convicción acerca de las causas no morales que la configuran; sabe que la actitud paternalista hacia quienes padecen desventajas es una forma apenas disfrazada de afirmar la propia superioridad; y tiene plena conciencia de que no hay que confundir los modales de mesa con el buen comportamiento en la esfera pública.
Y no se diga, como se escucha tantas veces, que después de todo se trata de jóvenes que están aprendiendo de sus errores. Esto sí que es inaceptable. La beatería hacia la juventud causa daño a los propios jóvenes porque los desprovee de responsabilidad. Ninguno enseña a sus hijos o dice a sus estudiantes que porque son jóvenes están exculpados de lo que dicen o hacen. Nadie los eligió por jóvenes (tampoco vale la pena exagerar con eso de la juventud, no es lo mismo ser joven que estirar la moratoria de la adultez) y los deberes públicos no son ocasión para aprender.
Los deberes son una ocasión para mostrar que se estaba a la altura que esperaban aquellos que los confirieron.