De los muchos libros buenos que se han escrito sobre Leonel Sánchez y la épica que ayudó a levantar, hay uno que me atrapó. No está escrito por historiadores ni periodistas, sino por dos científicos, Andrés Gomberoff y José Edelstein. Se llama “Antimateria, magia y poesía”, y el capítulo dedicado al 11 lleva por título “La ciencia del tiro libre”, y versa sobre los aspectos específicos del remate inmortal de Arica analizado desde principios de la física.
El remate en cuestión se me volvió a aparecer hace poco, cuando Cristián Arcos me compartió la película rusa sobre Lev Yashin, donde se reconstruye, con precisión milimétrica, la hazaña mundialista, con dos pecados mortales: la teoría es que la Araña Negra estaba atontado por una patada criminal que le habría pegado en la cabeza Honorino Landa en aquel mano a mano, y que los que festejan en las tribunas y en las calles tienen un extraño aire mexicano.
Lo importante es que en el recuerdo perenne de aquella “justicia divina” inmortalizada por Don Julio hay un capítulo insoslayable de nuestra cultura popular, que constituye la impronta del gran Leonel. Que, dicho sea de paso, en el polémico Sudamericano del 57 en Lima, y siendo el más joven del plantel, fue enviado por los veteranos a comprar el alcohol a la botillería más cercana. Cuando los dirigentes lo sorprendieron con las botellas, lo suspendieron por cuatro meses.
Yo lo vi en una cancha el día más sorprendente de su historia. Fui uno de los 71.337 espectadores que fueron al Estadio Nacional para la definición del torneo de 1970, cuando Leonel, vistiendo la camiseta de Colo Colo, dio la vuelta olímpica saboreando su venganza. Había salido un año antes de la Universidad de Chile, su club de toda la vida, en medio de rencillas con los dirigentes y el entrenador, para irse al archienemigo y convertirse en el socio de Elson Beyruth y en mentor de Carlos Caszely.
Leonel tuvo carisma y picardía. La suficiente para encabezar a un grupo notable de talentos que conformaron, durante una década exacta, el Ballet Azul. Tuvo paciencia para asistir, cada vez que los dirigentes lo llamaban para hacerse cargo de la U en ruinas de los 80, haciéndose cargo del primer equipo para después volver, pacientemente, a la formación de los nuevos ídolos azules. Pero sobre todo tuvo la infinita capacidad para entender su trascendencia. Jamás se restó a los homenajes, a los reconocimientos, a las reuniones con el Ballet, los del 62 o los símbolos de nuestra precaria historia.
No se hizo millonario, porque los dirigentes no quisieron transferirlo al Real Madrid luego del Mundial, ni al Milan, en el cual incluso llegó a debutar. Y, es cierto, gozó de los mismos privilegios de Garrincha en el Mundial del 62, donde ni siquiera fue expulsado tras propinarle un combo a un rival, pero fueron todos argumentos para ganarse el corazón de una hinchada que —exceptuando a los barras bravas que no quieren al fútbol— lo respetó y admiró sin haber gozado de su zurda prodigiosa. Aquella que hacía magia, que era capaz de convertirse en un ejemplo de cómo un hombre podía desafiar a la ciencia y la misma que utilizó Dios para hacer justicia en un partido de fútbol.