Luego de transcurridos más de dos tercios del período asignado a la Convención para redactar una nueva Constitución, los contornos del proyecto, las motivaciones que lo fundan y las ideas que lo inspiran comienzan a configurarse. Dejan, sin embargo, una inquietante impresión.
Pareciera que la mayoría de las propuestas hubieran sido concebidas para controvertir aquellas que rigieron los destinos del país en los últimos 200 años. Donde había un país unitario, ahora se propone uno regional, con incrustaciones autonómicas; donde había una nación que se declaraba de iguales, ahora habría múltiples naciones distintas, incluso en sus derechos; donde había un sistema de gobierno presidencial fuerte, ahora habría uno debilitado, con un casi bicameralismo asimétrico; donde había un Poder Judicial, ahora habría múltiples “sistemas de justicia”; donde el derecho de propiedad se garantizaba con el pago de lo expropiado a valor de mercado y al contado, (hasta) ahora dependería de lo que determine la ley; donde antes los padres tenían un derecho preferente para escoger la educación de sus hijos, ahora ya no, y así.
Independientemente de la argumentación técnica o política que se esgrima para sustentarlas, queda la sensación de que tras esas propuestas está la humana pulsión por desmantelar todo aquello que simbolice al “antiguo régimen”. Eso explica los calificativos de revanchista, refundacional, maximalista, u “octubrista” que ha recibido.
Es que esa pulsión, aunque sea humana, no significa que sea sensata. En este caso, lamentablemente, se decidió seguirla de manera impulsiva, sin darse el tiempo para examinar sus consecuencias y, tal vez, escoger un rumbo distinto. El convencional Renato Garín, en una columna reciente, se refirió elocuentemente al actuar de quienes constituyen mayoría en sus comisiones: sus decisiones, dijo, son impulsadas por una suerte de “fenomenología del entusiasmo”, devenida en “discurso político” convertido en “guillotina institucional”.
Un ejemplo ilustrativo de esa forma de actuar es el entusiasmo con que los convencionales importaron el lenguaje de los “derechos” —aplicable a humanos autónomos y posiblemente a animales no humanos, pero sintientes— para trasladarlo sin más a la naturaleza, materia inanimada, o viva, pero sin sistema nervioso central. No pareció importarles que esta, por la que manifiestan una especial admiración, funciona de manera opuesta a la radicalidad con que ellos proponen cambiar la Constitución: encuentra sus equilibrios físico-químicos de manera gradual y adaptativa. De hecho, hace más de 50 años James Lovelock planteó metafóricamente que la Tierra operaba como un ser vivo (teoría de Gaia), justamente por esa gradualidad adaptativa.
Con gradualidad adaptativa, ensayando pequeñas mutaciones en lugares específicos del genoma, es como la selección natural tiene éxito. En cambio, una gran macromutación difícilmente resulta exitosa, como es igualmente difícil conseguir que un naipe quede perfectamente ordenado después de barajarlo una vez. Los ajustes graduales a partir de ensayo y error ocurren en muchas otras instancias: en Wikipedia, en las sucesivas versiones de los sistemas operativos de los celulares, en los procesos de aprendizaje mediante inteligencia artificial, o en las modificaciones de bienes manufacturados para hacerlos más atractivos a los consumidores.
Es cierto que las analogías nunca son suficientemente apropiadas, y menos para escribir Constituciones. Pero incluso en materia de Constituciones, una de las más exitosas es la de EE.UU., pues ha durado prácticamente 245 años y se ha corregido solo en contadas ocasiones. Y estas siempre han sido adaptaciones graduales, por enmiendas o por cuidadosas intervenciones jurisprudenciales con impacto constitucional de su Corte Suprema.
En el caso chileno, en cambio, se insistió en que su redacción fuera desde una “página en blanco”, propio del “entusiasmo fenomenológico” ya instalado antes del acuerdo parlamentario que la instituyó. Sin una página en blanco, se habría recurrido de manera natural al gradualismo adaptativo, lejos de esta anómala “macromutación” refundacional.
Si el plebiscito de salida rechaza la Constitución propuesta, es muy posible que la desconfianza en esa radicalidad refundacional habrá sido la causa. Si, por el contrario, ella se aprueba, lo más probable es que rápidamente su puesta en práctica exponga sus problemas, y se haga necesario introducirle múltiples reformas, siempre difíciles, complejas y extremadamente demorosas de negociar y lograr. ¿Tendremos que recorrer ese largo y costoso camino para darnos cuenta de aquello?
Álvaro Fischer