En uno de sus mejores ensayos —sobre el Imperio romano— Ortega y Gasset observa que el orden es algo que a la sociedad le viene de dentro y no algo que le llega de fuera.
Lo que Ortega quiso decir fue que lo que llamamos orden —la posibilidad de interactuar con los otros de manera pacífica y predecible— nunca es el resultado de la simple coacción o de la fuerza, sino que es el fruto de creencias, rutinas y formas de concebir la vida social que son compartidas por la mayoría de las personas. En una palabra, el orden sería el fruto de un cierto consenso que es lo que los antiguos llamaban concordia.
Si ese consenso se quiebra o se deteriora —porque las creencias que le subyacían cambian—, el orden desaparece o se resquebraja, hasta que nuevas creencias pasan a ocupar el lugar de las antiguas y recién ahí todo comienza a ser pacífico y predecible de nuevo. Pero mientras ello ocurre —cuando un proceso de cambio cultural y político acaece— se produce un interregno en el que cosas que hasta ayer eran naturales y se realizaban sin sobresaltos, de pronto se llenan de incógnitas y de riesgos.
¿Está ocurriendo eso hoy en Chile?
Al parecer sí.
Desde luego, la fuerza policial ha perdido el aura que poseía y que le confería alta legitimidad. La policía desconfía de la gente, en particular de los jóvenes, y estos por su parte ven en la policía la encarnación del autoritarismo, una agencia puramente represiva que obra teledirigida por oscuros intereses. El resultado es el que comenzó a verse este viernes y que ya se había insinuado hace una semana: la policía, movida por el temor, reacciona desmedidamente y quienes se manifiestan ven en esa reacción desmedida la confirmación de sus peores prejuicios. Y así la rueda de la desconfianza recíproca sigue girando.
Se agrega a lo anterior una conciencia de la desigualdad o de la injusticia que, al inundarlo todo, moraliza y simplifica la vida social. Y no hay pretexto más firme para actuar en base a lo que se cree (sin detenerse siquiera a pensarlo) que la convicción moral. Sí, es cierto: las instituciones actúan inequitativamente y la igualdad ante la ley muchas veces es una quimera (y los marcadores de estatus, como la ropa o el aspecto, sustituyen una evaluación imparcial de la conducta); pero es fácil comprender que eso no puede conducir a cancelar del todo a las instituciones, así no sea por la sencilla razón que un mundo sin instituciones es lo más parecido que se puede imaginar al infierno.
Y en fin, la existencia de una cierta conciencia adánica, que se ha expandido en la esfera pública y en las nuevas minorías dirigentes, contribuye a deteriorar las pautas de conducta que hasta ayer eran predominantes. Allí donde se adivina “un cielo nuevo y una tierra nueva”, el presente se devalúa, nada en él vale la pena de ser defendido a ultranza o respetado. En la espera de lo nuevo, todo parece viejo, vetusto, indigno de consideración. En tiempos anhelantes de cambio, el futuro, a pesar de ser un rostro sin facciones, llega a ser más apetecible que todo lo que en el presente está a la mano.
Es probable que algo de eso esté ocurriendo hoy en Chile. Y que todo ello explique el deterioro del espacio público, y una sensación de inseguridad creciente, donde todos, jóvenes y viejos, principian a andar erizados de cautelas al menor asomo de siquiera rozarse con otro. Y es que las creencias compartidas, esas cosas en las que se estaba y que permitían una interacción pacífica y predecible, se han transformado de pronto en un jardín de dudas (la expresión es de Cioran) en el que no hay nada, o poco, a lo que aferrarse. Ortega observa que las ideas se tienen y en las creencias se está. Pues bien. Hoy hay deseo de ideas y se han olvidado las creencias, esas formas compartidas que orientan la conducta.
Una mirada simplista concluiría que todo esto es el resultado de políticos bisoños y narcisistas que alimentan esa crisis sin comprender la distancia que hay entre su propia subjetividad y el mundo en derredor. Desgraciadamente, el asunto parece ser de mayor alcance. Es el tejido invisible de la vida social el que perdió la evidencia y no queda otra alternativa que reconstruirlo poco a poco. Pero para ello se requieren algunas certezas (acerca de esto llamó la atención Wittgenstein), un piso desde cuya firmeza, a pesar de todos sus defectos, se pueda comenzar a reconstruir esa suma de creencias, esa concordia, que hace brotar el orden. Quizá sea esta hoy la primera tarea del político y para qué decir de quien está hoy en la Presidencia: dejar de regar el jardín de las dudas y, en cambio, enseñar dos o tres raíces en las que se pueda confiar.