Es ya costumbre que el Presidente y el Gobierno recién electo gocen de deferencia de parte de los medios y la ciudadanía. Cuando las cosas principian es razonable suspender el juicio y esperar las acciones o la conducta antes de enjuiciar, ensalzar o criticar.
Desgraciadamente, a veces es difícil mantener esa actitud. Especialmente si el Presidente y los que lo rodean cometen errores o dicen liviandades.
Y eso es lo que ha ocurrido.
El Presidente ha formulado dos declaraciones más o menos espontáneas, pronunciadas sin que ninguna persona se las solicitara, o circunstancia alguna lo moviera a ello, que constituyen errores o traspiés.
En una de ellas imputó encubrimiento a los cardenales Ezzati y Errázuriz, lo que técnicamente equivale a atribuirles una participación delictual (Código Penal, artículo 17). Por supuesto, el Presidente tiene todo el derecho, y en ocasiones el deber de criticar el comportamiento de quienes se desempeñan en la esfera pública, cardenales incluidos. A lo que no tiene derecho es a imputar delitos (artículo 4 Código Procesal Penal). El deber del Presidente es comportarse como tal, y eso incluye respetar con escrúpulo esas reglas, abstenerse de imputar delitos o atribuir participación en ellos ¿O acaso habrá que esperar de aquí en adelante que quien conduce el Estado distribuya culpas criminales?
La segunda, menos relevante, pero significativa, fue la de reprochar al rey de España un atraso en la ceremonia de investidura presidencial. Nadie le consultó el punto, ni circunstancia alguna le obligaba referirse a él. ¿Cómo explicar entonces que el Presidente lo haya hecho?, ¿qué resorte inconsciente operó allí?
La explicación más plausible es que en ambos casos quiso halagar a una audiencia. Y no es muy difícil descubrir de cuál se trata.
En un caso, se trata de las redes que distribuyen calificativos exagerados y fáciles, como que la Iglesia está inundada de personas que guardan o guardaron connivencia con crímenes sexuales (de manera que si el cura Berríos fue colega de un criminal como Poblete, él es criminal también, así sea por el solo hecho de no haber advertido la doble vida que este último llevaba). Al imputar participación criminal a Ezzati y Errázuriz, el Presidente halagó a esa audiencia. Es la vieja servidumbre del político: ¿qué querrá —se pregunta— oír el público de mí?
Esa misma audiencia aplaudió sin duda el gesto antimonárquico. Pero no fue ella esta vez la destinataria de ese desplante. Para advertirlo, basta recordar que se trató de algo similar a lo que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, hizo alguna vez en Madrid. Y de ahí que no sería raro que su causa inconsciente fuera el deseo mimético del Presidente de asemejársele.
Y, claro, el Presidente no es el único que ha incurrido en errores y traspiés. También le ha ocurrido a la ministra del Interior.
El incidente en Temucuicui no fue fruto del descuido, ni el resultado de una improvisación, o la consecuencia de la premura con que se viajó. Si así fuera, no habría motivo alguno de alarma, puesto que ese tipo de impericia es inevitable al inicio de cualquier quehacer y se cura muy rápido. El problema es que lo que le pasó a la ministra Siches es fruto de un mal diagnóstico, de una mala comprensión de lo que está ocurriendo en La Araucanía. El problema es que allí hay grupos que disputan al Estado el monopolio de la fuerza y que, entonces, ven a este último y a sus funcionarios, incluida la ministra, como enemigos. No es pues la justicia de la causa el problema, sino el hecho de que esos grupos están empeñados en disputarle al Estado el monopolio de la fuerza, y en ese empeño cometen delitos (que no son políticos como, con inexplicable liviandad, los calificó ella). La ministra debe evitar deducir de la indudable justicia de esa causa la legitimidad de los medios empleados para impulsarla.
En tanto política, ella puede perfectamente apoyar la causa mapuche; pero, en tanto parte del Estado, está obligada a impedir el empleo de medios violentos para promoverla.
Y lo mismo ocurre al Presidente. En tanto político, tiene todo el derecho de criticar severamente a Ezzati y a Errázuriz, o imaginar desprecios al rey de España; pero, en tanto parte del Estado, no debe imputar crímenes, ni hacer desplantes.
Porque ese es el punto. Cuando la gente accede al poder está obligada a desalojar parte de su subjetividad o sus preferencias. Esas que invitan a pensar o decir liviandades.
Y a reemplazarlas con los deberes que imponen el Estado y sus reglas.