Aunque se nos olvide, Cristián Paulucci lleva menos de veinte partidos como técnico profesional. En la arremetida que lo llevó al título, solo perdió un partido. En el último minuto y frente a Colo Colo. En las seis fechas finales su plantel anotó quince goles y encajó solo uno. Para decirlo en otras palabras, el extraordinario vuelco del torneo supuso una ayuda formidable de un grupo de jugadores que se brindó al máximo para olvidar la tóxica relación que había establecido con Gustavo Poyet.
Paulucci, por ende, respaldó la política de mantener la estructura del plantel, avalando la contratación de jugadores que venían a complementar más que a renovar o reforzar. No podía prever que Luciano Aued quedaría descartado, que Valber Huerta sería transferido y que Edson Puch no aceptaría las condiciones para permanecer, eligiendo volver a su tierra. Sin tres piezas clave, la falta de renovación se hizo evidente: todas las incorporaciones, desde Fabián Orellana en adelante, serían solo piezas de recambio para una maquinaria que era útil a las ambiciones de la institución, más preocupadas del plano interno que de la ilusión internacional. De hecho, la Universidad Católica, por jerarquía y número, sigue siendo el principal aspirante al pentacampeonato y que pierda consecutivamente es una anomalía.
El tema es que un entrenador con apenas una veintena de partidos en el banco debe hacerse cargo hoy del delito cometido por uno de sus dirigidos. Que eso es, ni falta ni indisciplina, porque manejar en estado de ebriedad es —como la misma UC nos ha enseñado en sus campañas— un delito. Y, obviamente, lo hace en solitario, pese a su inexperiencia.
En lo futbolístico, deberá decidir si ya es hora de cambiar el esquema, inalterable desde la partida de Beñat. Y meter mano en el equipo, lo que siempre deja secuelas. Y afrontar, en paralelo, la Copa Libertadores. Y, pronto, la pérdida del estadio, que como es sabido trae inconvenientes, desarraigo e incomodidades (sería cruel dar ejemplos cercanos, por cierto).
Con apenas veinte partidos a cuestas, Paulucci, quien conoce profundamente el medio y el aire que se respira en San Carlos, está frente a un desafío importante para él e inédito para el club. Deberá dar un golpe de autoridad, dejar de pensar que la raíz de todos sus males está en la persecución arbitral —algo muy arraigado en nuestro fútbol— y diferenciarse de Gustavo Poyet, quien se ahogó en su propia desesperación cuando la corriente le vino adversa.
Paulucci está recién iniciando el camino, con un prometedor horizonte por delante. Pocos pueden decir que fueron campeones con apenas quince partidos en el cuerpo. Pero ha llegado la hora de la verdad, para saber de qué madera está hecho. Y si, en la hora decisiva, la mano le tiembla o no, para encarar y corregir a un grupo con el cual siente, lógicamente, profundo agradecimiento.