Las constituciones nacen para limitar el poder: es de su esencia. Y por eso es ley fundamental, una forma de organizar el poder y de consagrar derechos. Limitar el poder es garantizar la libertad a los ciudadanos y la mejor forma de construir sociedades más justas. Es el espíritu del grito de independencia de cada país: la soberanía reside en el pueblo y la democracia un ejercicio de deliberación y no de imposición.
Las personas somos anteriores al Estado y el Estado está al servicio de las personas. La Constitución debe distribuir el poder y lograr un control recíproco entre las instituciones para proteger a los ciudadanos. La ley fundamental debe confiar en la libre iniciativa de las personas para perseguir su destino y exigir al Estado para que los esfuerzos y el trato se distribuyan de manera justa y nos asegure lo necesario para una vida digna.
En Chile, el sistema político no entendía que urgencia era dignidad para la solución de los problemas públicos. Parte importante de esa incapacidad venía de una política concentrada en sus conflictos y no en los efectos que la fragilidad de la nueva clase media, la burocracia estatal y la concentración económica generaban. La desigualdad de esfuerzos, el marasmo del Estado y el abuso de los privilegios ahondó el malestar de los ciudadanos con la política y las élites. La crisis y una salida institucional hicieron que los chilenos optaran mayoritariamente por una nueva Constitución. Y la Convención Constitucional tiene la histórica tarea de proponer un texto al país que le dé legitimidad a esa salida. Que permita al sistema institucional perseguir una sociedad más libre y justa. O condenarnos a quedarnos en el pantano.
¿Cuál es el problema? La Convención parece avanzar en el sentido contrario. Puede ser que —siguiendo a Ezra Klein— la polarización esté volviendo a la política cada vez más estúpida. Y esa estupidez nos lleve a un peor resultado: crear un nuevo suprapoder de mayorías transitorias de los partidos políticos o de colectivos que controlen el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial y la burocracia estatal. Una democracia capturada, con el poder concentrado —ahora en la misma política— y cada día menos representativa. La existencia de dos cámaras legislativas, el Poder Judicial alejado del poder político, procesos justos de protección de la propiedad, evitar el monopolio estatal o privado, la libertad de emprender o de educación, la necesidad de ampliar la seguridad y prestaciones sociales, son esenciales en esa sociedad más equitativa. Porque permiten que los intereses en conflicto se resuelvan tendiendo de mejor manera a la justicia.
Sartori dice que la prueba más segura para juzgar si un país es verdaderamente libre es el quantum de seguridad de la que gozan las minorías. En las democracias la oposición es un órgano tan vital como el gobierno. Cancelar la oposición significa cancelar la soberanía del pueblo. Eliminar un sistema con separación de poderes clara y contrapesos institucionales es desproteger a los ciudadanos. Concentrar el poder en pocas manos significa hacer más injusto el país.
Parece ser que el odio de la izquierda de la CC hacia la derecha los puede llevar a un resultado absurdo: hacer una sociedad más desigual. No libres e iguales en dignidad y trato, sino cautivos de la política y del Gobierno. En una mezcla entre revanchismo y ambición, el debate constitucional está moviendo el eje del poder a unos autoproclamados salvadores: las mayorías de turno. Las mejores democracias —como dicen Acemoglu y Robinson— son las que distribuyen el poder político y económico. En que los ciudadanos podemos exigirle al Estado las prestaciones sociales necesarias y en que podemos competir en igualdad de condiciones en el mercado. En que el poder se alterna, se pueden revertir las decisiones de quienes gobiernan y hay instituciones que se controlan mutuamente. En que los límites a nuestra libertad son excepcionales y no la regla. El riesgo actual es abrir el paso al populismo de izquierda o derecha, en que el poder de la mayoría se usa discrecionalmente. Los populistas no tienen signo político, pero sí saben que los errores —u horrores— constitucionales son los que le abren el camino.
No tengo dudas de que demócratas de derecha e izquierda saben el daño que puede hacer el ejercicio arbitrario del poder. Lo raro es que no se reaccione ahora para lograr acuerdos que hagan una democracia y un mercado más inclusivos, y detengan la borrachera de quienes crean que están generando una nueva Constitución, ahora para ellos. Y que quienes empiezan en unos días a gobernar —incluido el Presidente Boric— no cuiden esa democracia liderando sus mayorías. Porque si no lo hacemos, ya sabemos el resultado de esta historia: si le das más poder al poder…
Sebastián Sichel