Cuando la amenaza nuclear se cierne sobre el mundo, todo deja de tener trascendencia. Las imágenes más emocionantes de este fin de semana en el fútbol fueron, con holgura, el llanto solidario de los jugadores ucranianos dolidos por una guerra que no se pudo evitar.
Coincidirá con la amenaza de Putin la partida de Marcelo Bielsa desde el Leeds, fulminado por un febrero catastrófico en los números pero, sobre todo, en el juego. Y con la dolorosa caída de Manuel Pellegrini en un clásico sevillano que, de ganar, le habría significado otro registro inédito en la tabla de la Liga. Con la mirada puesta en el botón rojo (¿existirá todavía?) el Chelsea cedió en los penales un nuevo título, el de la despedida de Roman Abramovic de la presidencia, en un coletazo más del conflicto. La FIFA, como siempre, buscó en su extraña diplomacia la forma de sancionar a sus últimos socios mundialistas: Rusia podrá seguir participando sin nombre, sin himno, sin símbolos en las clasificatorias. Un mamarracho incomprensible.
En este momento donde el planeta entiende, otra vez, que la fuerza, la violencia y el odio pueden imponer su orden, nuestro fútbol se apronta a poner es escena su espectáculo más complicado. El clásico entre Colo Colo y la Universidad de Chile supone un ejercicio de organización que no siempre da resultados. La laxitud de las sanciones, la desatada virulencia de sus grupos organizados y el interregno que supone el cambio de gobierno —y de procedimientos policiales, entendemos— obliga a mirar el duelo con mucha preocupación.
Sobre todo porque en el clásico de esta semana los enfrentamientos entre las barras de Coquimbo y La Serena dejaron una estela de heridos, daños y temor que contrastan con la impunidad con que operan sus ejecutantes. Es un debate que hace rato trascendió al fútbol, pero que de cara a la Copa Libertadores y al “Superclásico” obligan a poner otra vez la voz de alerta, porque independientemente de la selección, del nivel de los arbitrajes, de la transparencia de las sociedades anónimas, es y seguirá siendo el principal problema de la industria, del juego y del futuro.
La derrota de la Universidad Católica en La Cisterna —justa, más allá de las eternas polémicas por los cobros referiles— es una señal inesperada del escenario que vivimos. Gustavo Costas, un técnico altamente calificado, demostró que tácticamente siempre se pueden encontrar las claves para complicar a los que parecen invencibles, lo que es raro de encontrar en nuestras canchas.
Pero, ya está dicho, escribir de todo esto cuando los misiles apuntan no solamente parece liviano, sino también inútil.