A mediados de enero recién pasado, asistí a la ceremonia que otorga el Premio Nacional de Periodismo en Cáncer. Galardón instituido por la alianza que integran la Asociación Chilena de Agrupaciones Oncológicas, la Fundación Arturo López Pérez, Fundación Nuestros Hijos, Novartis Chile, CancerLatam y la Escuela de Periodismo de la Universidad Finis Terrae.
Se distingue, de este modo, a periodistas y medios nacionales que informan, con reportajes o entrevistas, sobre alguna o las múltiples dimensiones propias de la enfermedad y las formas de enfrentarlas en sus distintas etapas. Visibilizarla, para tomar conciencia de la necesidad de establecer una estrategia de salud nacional especializada en la intervención, desde la detección precoz hasta el tramo terminal. Se trata de la principal causa de muerte en Chile.
En la ocasión, pude conocer un caso motivante. Una madre que durante 16 años debió lidiar con un cáncer que desarrolló metástasis y tuvo que padecer los “tratamientos” en tres ocasiones: episodios de dolor, llanto, impotencia, desesperación, pero también demostró valentía, optimismo y hasta humor, lo que fue inspirador para quienes la rodeaban. Su familia fue su compañía durante todo el proceso; se involucró metódicamente, con natural franqueza, sin ocultar la tristeza, impotencia y rebeldía de todos, pero también exteriorizando el amor que los unía, conversaciones individuales y grupales, rezando en ocasiones. Ella entregó a su familia un testimonio único de humanidad, dignidad y trascendencia. Al final, asimilaron que compartir el cáncer —el sufrimiento— fue consolador, vivificante.
El sufrimiento tiene un sentido metafísico, extenso y pluridimensional. Es propio del ser humano y lo remite a responder preguntas existenciales: sobre la vida, sobre el hombre y sobre Dios, etc. Y la espiritualidad es la capacidad valorativa que propicia la autotrascendencia, encontrando un sentido a la vida: sea en torno a una idea, una causa, una obra, al amor, como también a una fe o un credo, haciendo posible reconciliarse con la muerte y aceptarla trascendiendo.
Según estudios y experiencias concretas, una persona aconfesional, pero sicológicamente madura y comprendiendo el ciclo vital, es posible que llegue a aceptar la muerte, prolongando la existencia mediante sus obras, hijos o familia (Spengler decía que la verdadera muerte es la muerte sin hijos). A su vez, la persona auténticamente creyente es muy probable que asuma el sentido trascendente de su propia vida.
Algunos países cuentan con fundaciones que ejercen el acompañamiento y los cuidados paliativos regularmente a enfermos en situaciones terminales. Sesiones donde participan profesionales de la salud paralelamente con personal preparado, y promueven se sume la familia, a la cual se instruye previamente —ocurrió en el caso citado, aunque fue una determinación intuitiva—. En Chile, hasta el momento, solo existen ciertas entidades o grupos de voluntarios que desempeñan dicha función. Será realizable extender mucho más el servicio, organizarlo, como para entregar una inducción habilitante a familias, fomentando su participación activa, algo que no es corriente entre nosotros.