La renuncia de Allamand a la política nacional es un acontecimiento digno de análisis.
Cuando se miran los últimos treinta o cuarenta años, si no más, Andrés Allamand aparece como el arquetipo del político. No se trata de sus ideas o sus preferencias electorales, casi todas las cuales son reprobables (sus ideas acerca del divorcio; su apoyo al Sí, a Lavín; su voto por el Rechazo). Se trata de su conducta. El arquetipo del político se reconoce no por lo que piensa, sino por el comportamiento que lleva adelante (las ideas individualizan al ideólogo, la conducta al político; la contemplación al primero, la acción al segundo). Al político se lo reconoce no por sus ideas, sino por la manera que tiene de afrontar los problemas, de encarar los conflictos, de cortar con rapidez, y con sentido del riesgo, el nudo de las dificultades.
Y en eso, sería mezquino negarlo, Andrés Allamand ejerció el oficio la mayor parte de las veces a un alto nivel.
Ortega y Gasset en su ensayo sobre Mirabeau (lo mismo que Berlin en el suyo sobre la originalidad de Maquiavelo) observa que el político de veras suele tener un comportamiento que para la gente vulgar y corriente es incomprensible. Esta incomprensión es equivalente a la de “la mujer {+_}el ejemplo es de Ortega{+_} que se casa con un artista porque es artista, y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado”. La gente piensa que todos los valores son coherentes entre sí y que se pueden lograr todos a la vez, en tanto el político sabe que para alcanzar algunos hay que sacrificar otros. El político (para usar la figura de Koestler) no es ni yogui ni comisario, ni cree que la vida social es puro espíritu ni que todo se deba a la estructura. Por eso el político es capaz de jurar esto o aquello un día y traicionarlo luego (Adolfo Suárez juró que no legalizaría al PC y, acto seguido, lo hizo en Semana Santa) o dar tres pasos adelante y uno atrás. Y es que la vocación del político es, dice Ortega, pensar y organizar, dar forma a las cosas, someterlas en la medida de lo posible a la propia voluntad. El político de veras (y fueren cuales fueren sus ideas, puesto que, cuando se trata del arquetipo, lo que importa es la acción que ejecutan) mira en torno y ve en él no un muro inconmovible, sino una acción posible a ser realizada.
Si se ponen en paréntesis el partidismo y la mezquindad que por estos días abunda y se observa el quehacer de Andrés Allamand de los últimos treinta o cuarenta años {+_}desde el golpe a la vuelta a la democracia y la posterior transición{+_}, lo que se ve es un político maniobrando, imaginando, haciendo fintas, retrocediendo dos pasos y avanzando uno y contribuyendo objetivamente a la recuperación de la democracia (la firma del Acuerdo Nacional es análoga a la firma del Acuerdo luego del 18 de octubre de Boric). Desde el Acuerdo Nacional a la transición y la política de los acuerdos {+_}e incluso a esa exageración que llamó el desalojo{+_} Andrés Allamand dio muestras de una firme voluntad por encauzar el proceso político hacia una disputa pacífica por el poder. Mereció, no cabe duda, ser el líder de la derecha y su candidato presidencial; pero ya se sabe, en política no es el mérito, sino el azar y la intriga, y el conflicto y la suerte los que tienen la última palabra. Cometió multitud de errores, pero ninguno de ellos logró ensombrecer algunos de sus principales logros, de los que se benefició no solo la derecha, sino el espectro político en su conjunto.
De sus frases en la política nacional (tuvo varias) quedan dos de particular significado: una, la de los poderes fácticos, frase copiada de otra pronunciada alguna vez por Adolfo Suárez, pero cuya importancia no deriva de su originalidad (que no la tenía), sino del momento en que fue pronunciada (ahí sí fue muy relevante, puesto que reveló al pinochetismo alojado en el empresariado); la otra, que la política es sin llorar, con lo cual no quería decir la bobada de que no había que quejarse por perder, sino que se trataba de una actividad en la que el sentimentalismo debía ser desplazado por la más fría racionalidad y cálculo.
Y como a otros políticos de su talla (se viene a la memoria el caso de Fraga en España) le ocurrió que si bien todo hacía pensar que en algún momento conduciría el Estado, ello nunca ocurrió.
Y ya no ocurrirá.