Catorce personajes (incluyendo hasta el último figurante) es todo lo que necesitó esta película para desarrollar una refinada historia de ciencia ficción en tres segmentos y varias capas temporales; y si se reduce a sus protagonistas, son apenas cuatro... ¿o cinco?
En un futuro que parece posible —donde un robot vende el café en el metro, las pantallas se despliegan en el aire y los autos se conducen solos—, Cameron Turner (Mahershala Ali), dibujante profesional, sobrelleva una enfermedad que ya está en su fase terminal. Su esposa, Poppy (Naomie Harris), no lo sabe, y menos su hijo pequeño, Cory.
Debido a su estado, Cameron ha sido invitado por la doctora Scott (Glenn Close) a una clínica de vanguardia donde le ofrecen confeccionar un doble, un clon dotado de su misma estructura de ADN, sus recuerdos, sus sueños y su personalidad, que seguirá viviendo con su familia una vez que él haya desaparecido. La doctora precisa que es el “tercer caso”, pero que todo funciona perfectamente. Después de una semana de internación, Cameron tendrá a su otro yo listo para sustituirlo. Hasta que puedan desprenderse, hasta que uno muera para que el otro viva, Cameron será uno y el otro, su propio Doppelgänger benévolo.
Cameron duda desde el comienzo del proceso. Duda de su consumación (¿es posible otro yo?) y también de su ética: ¿será lícito que sus seres queridos no sepan que vivirán con un clon? De eso se trata, dice la doctora, de que no sepan que ha muerto. El doble, y el mismo Cameron, llevan cámaras en sus relojes y en sus lentes de contacto. Aquí entra una dimensión distinta y sorprendente en el relato: cada uno porta la capacidad de mostrar lo que ven sus ojos en una pantalla. Cada uno es cine, cine subjetivo y, a medida que progresa el relato, también cine total, la gran pantalla que es el ojo amplificado.
Una idea similar constituía el bello final de otra cinta de ciencia ficción de 1973, “Cuando el destino nos alcance”, también un comentario sobre el cine y la muerte. El cineasta Benjamin Cleary debuta en el largometraje con esta película que integra los temas de sus cortos anteriores: el aislamiento de la conciencia, las formas del lenguaje, la angustia del amor, la soledad de la muerte. Y el cine, metacine, cine deconstruido.
El canto del cisne se desarrolla sin prisa. Cleary se toma el tiempo para exponer las dimensiones filosóficas de su material; no las desarrolla, pero las siembra, un poco a lo Bergman. Ciencia ficción inclinada a la abstracción, despojada de la fiebre futurista y de su parafernalia usual. Eso sí: es carne de Oscar (Mahershala Ali ya ha ganado dos; Cleary, otro por un corto y Glenn Close, ni hablar), pero qué se le va a hacer, nada es tan perfecto.