Estimado Señor Presidente electo: El 19 de diciembre fue un día de triunfo para usted, pero también para todos, porque constatamos la eficacia e integridad de nuestra institucionalidad electoral y la fuerza que pueden tener “un lápiz y un papel” para resolver algo tan medular como quién nos va a gobernar.
Para quienes no votamos por usted no es grato, sin embargo, ser estigmatizados como quienes defendieron “el miedo por sobre la esperanza”. El miedo suele ser muy mal consejero, pero también es un mecanismo desarrollado evolutivamente y fijado en nuestro ADN para alertar, prevenir y evitar peligros.
Y yo, sí, le tengo miedo a la pérdida de esa democracia burguesa, formal, imperfecta, que sus socios quieren sustituir, aunque empíricamente ha sido la única capaz de garantizar nuestras libertades y derechos fundamentales. Pertenezco a una generación que se crio bajo la ilusión del llamado “excepcionalismo chileno”: nuestra democracia era la más sólida de Hispanoamérica, profundamente arraigada e indestructible. Y tuvimos el gobierno de la Unidad Popular, que intentó también, al igual que su coalición actual, una profunda refundación del sistema económico, político y social. Nos dividimos en proyectos irreconciliables y terminamos con un país de vencedores y vencidos. Y vino una larga dictadura militar que infligió costos inconmensurables para muchos de nuestros compatriotas y fue vivida como una tragedia inolvidable por otros.
Si yo tuviera que señalar la causa principal de estos quiebres, sería, sin duda, el momento en que distintos grupos y partidos legitimaron el uso de la violencia y abrazaron la vía revolucionaria armada, actuando al margen de la ley. Ello, porque lo único irreconciliable con la democracia son la violencia y la ambigüedad de los demócratas frente a ella.
Aunque usted no lo crea, tenemos mucho en común. Como usted, yo no quiero vivir en un país injusto. No puedo estar conforme con un sistema educacional que no permite que todos los niños de Chile puedan desarrollar sus capacidades; no acepto que haya personas condenadas a vivir en la indignidad de la pobreza material, ni la marginalidad; no me parece aceptable que chilenos, por distintas razones, sientan que son discriminados. Pero, claro está, tenemos distintas soluciones para los mismos objetivos, lo cual es parte de la deliberación democrática. Pero esas diferencias no pueden extenderse a las libertades civiles y políticas clásicas que en una democracia no deben quedar sujetas a la soberanía popular.
Y no. No tengo muchas esperanzas respecto del futuro de la Convención Constitucional. En mi opinión ella no nació el 15 de noviembre de un Acuerdo por La Paz que, por lo demás, la mayoría de sus socios no firmó. Surgió de la violencia y emanó de la declaración, suscrita por toda la oposición tres días antes, que decretó por unanimidad que la calle (vale decir, la violencia) había “corrido el cerco de lo posible” y ya teníamos “un proceso constituyente de facto”. De esa soberanía excluyente de la calle, ungida por la violencia, nació la Convención. Y esta ha dado señales irreconciliables con la democracia, limitando la libertad de expresión para sus propios integrantes y el derecho a interpretar la historia con total libertad, entre otras.
Estoy convencida de que usted es una buena persona, o mejor dicho una persona buena, que ama la literatura y la poesía y dice cultivar la duda y, créame, eso es muy tranquilizador. Será muy difícil para usted lo que viene. Su elección ha desatado expectativas que traspasan aquello que a la juventud y a quienes aspiran a la radicalidad les molesta, pero que es la esencia de la política civilizada: el arte de lo posible. Yo le puedo garantizar que, en lo que a mí respecta y si ello sirve, usted tendrá aquello que el Mandatario actual no pudo obtener: una “oposición leal”.