¿Quién pudo imaginar que el dirigente estudiantil de hace poco más de una década se convertiría, de pronto, en el Presidente de Chile con una amplia mayoría?
La única explicación posible (si descartamos el absurdo de atribuirle atributos providenciales que evidentemente no tiene y de los que hasta ahora tampoco presume) es que él es un simple portador de un dinamismo de la sociedad que lo excede; pero que, paradójicamente, ha logrado encarnar.
Gabriel Boric no es un conductor de su tiempo, sino un hijo fidedigno de él.
En otras palabras, lo que explica el fenómeno no es Gabriel Boric y sus características, sino aquello que ha encontrado en él una forma de representación.
Los liderazgos políticos son, en algún sentido, especulares: alcanzan su mayor virtud cuando reflejan procesos sociales en vez de impulsarlos. Boric es, en este sentido, el reverso de Piñera. Si Piñera es quien representó la cicatería y el abuso de lo que con simplismo y énfasis se llamó las élites, Boric representa el sentimiento de quienes se sienten pisoteados y víctimas de eso que, según sabemos ahora, se ha vivido como abuso. Pero ambos se parecen puesto que no producen, sino que reflejan lo que ocurre en la sociedad: uno es el sello, el otro la cara del espíritu de su tiempo. Y es que la verdad de la política no es la verdad fáctica, sino lo que pudiéramos llamar la verdad sentimental. Esta es la índole del liderazgo político: consiste en ser capaz de catalizar, de convocar en derredor suyo sentimientos largo tiempo guardados que, de pronto, encuentran expresión. A veces ese papel es negativo, lo supo Piñera; otras veces es positivo como, por ahora, lo sabe Gabriel Boric.
El nuevo Presidente no debe olvidar ese rasgo transferencial que lo constituye como líder: lo que lo ha encumbrado al poder no es él y sus atributos (los que, por ahora, todo hay que decirlo, permanecen ocultos) sino la capacidad que ha tenido de convocar en derredor suyo ese sentimiento soterrado que entrecruza el subsuelo de la sociedad chilena.
Conocer el mecanismo oculto que lo ha llevado al poder es la primera virtud del político. El político de veras sabe que lo que tiene, los aplausos que recibe, los palmotazos que le dan, las fotos, los halagos, los vivas a coro de la multitud, el coro de las celebraciones, no se deben a él, sino a lo que él es capaz de representar. El liderazgo, lo dijo Neruda, es como el viejo vino de la patria: no lo hace un hombre sino muchos hombres, y no una uva sino muchas plantas: no es una gota sino muchos ríos.
Gabriel Boric —de aquí en adelante el Presidente Gabriel Boric— debe estar consciente de eso. Lo que lo ha llevado al poder no es una ideología, sino una sensibilidad vital; no un conjunto de prejuicios, sino una intuición; no una tarea, sino un compromiso; no la astucia que doblegó voluntades, sino la confianza que fue capaz de despertar; no los temores de la generación más vieja, sino la sensibilidad de una nueva generación que, gracias al misterio del tiempo y de la edad, cree saber, y es de esperar no se equivoque, aunque lo más probable es que acierte solo a medias, cuál es la salida del laberinto del tiempo y de la historia.
Como fuere, el deber de la democracia, de todos los ciudadanos y ciudadanas, de los que lo votaron y de los que no, es apoyar el Presidente Boric y reconocer en él al piloto que de marzo en adelante conducirá la nave del Estado. Y es que la legitimidad en una democracia deriva del hecho que todos quienes han participado de ella son, por ese hecho, capaces de reconocer el resultado como suyo. Esa es la conclusión de la democracia y eso es lo que lleva a aplaudir como un triunfo de todos —tanto de los que votaron por él, como los que no— la elección de Gabriel Boric.