Hoy comienza la hora de la verdad. Y esto es en dos sentidos, uno obvio, y otro un tanto más lejano.
En el sentido obvio, hoy será la hora de la verdad, porque sabremos, después de semanas de altibajos en las encuestas, de cambios de marcha y de discursos, de inútiles miedos despertados, de pequeñeces y desplantes, de esfuerzos por halagar a este o a aquel, quién habrá ganado para sí la adhesión de la mayoría.
Pero también será la hora de la verdad en un sentido menos obvio. En el sentido de la parresía.
Los griegos usaron esa palabra para referirse ante todo al “hablar franco”, a la disposición a decirlo todo, con lealtad y con apertura, sin engaño alguno. A este término dedicó Foucault su curso del año 1984 en el Collège de France. Y fue publicado bajo el título “El coraje de la verdad”.
Pues bien. Luego de hoy llegará la hora de la verdad también en este segundo sentido. Especialmente para el triunfador, quien deberá abandonar la retórica de promesas, de algodones y de sueños, y deberá, para usar el título de Foucault, tener el coraje de decir la verdad.
¿Qué verdad?
Ante todo, deberá reconocer que el país, en ese aspecto que Marx llamaba “condiciones materiales de la existencia”, experimentará un retroceso, empeorará. La mejora creciente de la vida cotidiana que las grandes mayorías experimentaron en las tres últimas décadas (algo que todos acabaron reconociendo) se detendrá o se hará en cualquier caso mucho más lenta. Y entonces las expectativas inmediatas de mayor bienestar en aquellas dimensiones de la vida que se sienten con más urgencia —salud, pensiones— deberán esperar. Y lo más probable es que las grandes mayorías vean recortados sus anhelos de mejora.
Luego de haber inflamado el deseo y el ánimo, algo que es inevitable en una competencia electoral, quien gane deberá, poco a poco, dedicarse al lado más amargo de la política, que es dibujar las dificultades, pedir paciencia y esfuerzo, recordar que la vida social es una empresa compartida, un bote en aguas a veces tormentosas cuyos pasajeros somos todos. Sí, es cierto. Las promesas energizan a la gente y las facciones del futuro suelen estar entregadas a la imaginación (y por eso dibujarlas es uno de los quehaceres principales del político en medio de una competencia como la que hoy termina); pero la conciencia de los límites y de los retrocesos, saber de los malos momentos, hablar de ellos sin edulcorarlos, sin maquillarlos, es donde la épica de la política y la capacidad del gran político se pone a prueba. Suele olvidarse, pero la vida humana, social e individual, nunca se despliega en un medio siempre amistoso, sin roces ni problemas. Si así fuera, si la vida se desenvolviera ingrávida entre algodones, si viviéramos a placer, estaríamos como anestesiados, sin que el medio nos irritara. Es decir, no viviríamos. Pero el ser humano vive de sus problemas. Recordarlo, y hacer de los que en ocasiones nos entristecen y deprimen un desafío, un acicate, un estímulo para la acción es quizá la principal tarea del político de veras. Ni Kast, ni Boric, fuere cual fuere el que gane, deben olvidarlo. Esto fue, dicho sea de paso, lo que dijo Ortega y Gasset el año 1918 cuando al visitar Chile pronunció un discurso ante el Congreso:
“Ni un individuo, ni un pueblo —dijo—, puede vivir sin problemas: al contrario, todo individuo, todo pueblo, vive precisamente de sus problemas, de sus destinos. La vida histórica es una permanente creación, no es un tesoro que nos viene de regalo (…) No se dude de ello: en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos”.
Quien gane hoy (no importa quién logre la mayoría, será el presidente de todos) tendrá una tarea ardua; pero deberá comenzar por ejercitar el coraje de decir la verdad y, con su talento, demostrar que las dificultades tienen también su épica.