Algunos integrantes de la Convención Constitucional han argumentado sobre la aparente necesidad de mutar hacia una nueva forma de gobierno. El modelo semipresidencial sería el punto de referencia. El cambio de régimen se conjugaría con el objetivo declarado por muchos de avanzar en fortalecer el papel de la legislatura. Por las razones que exponemos a continuación, dicho razonamiento parece ignorar cómo funcionan en la práctica las distintas formas de gobierno.
Hay varias definiciones de semipresidencialismo, pero todas incluyen a un Primer Ministro y un gabinete cuyos cargos están a disposición del Parlamento, el que puede “botarlos” en cualquier momento por decisión de la mayoría. Un sistema semipresidencial también le da al gobierno la posibilidad de presentar una moción de confianza respecto de sus iniciativas legislativas, lo que implica que, si la asamblea decide rechazarlas, el gobierno cae y se debe elegir uno nuevo. El poder que el sistema semipresidencial le da a la legislatura se deriva de estas prerrogativas.
Lo que no muchos parecen saber es que bajo esos diseños semipresidenciales, una vez que un gobierno asume el poder, la autoridad de legislar se delega en el gabinete. Los legisladores tienen una influencia marginal en la elaboración de las leyes. Ello va a contrapelo del objetivo de fortalecer la legislatura.
Consideremos el sistema semipresidencial por excelencia: Francia. No solo es el gobierno francés el único que puede presentar propuestas que impliquen gastos, sino que también le puede imponer al Parlamento una urgencia de 48 horas para que le retire la confianza o su propuesta de ley es aceptada automáticamente. La enorme influencia que tiene el gobierno francés en la elaboración de leyes se extiende a todas las áreas de política pública, no solo a la presupuestaria. El rol preponderante del gobierno en la elaboración de leyes y el papel marginal de los miembros del Parlamento en la iniciación o modificación de las leyes es la norma en los sistemas semipresidenciales, así como también en los sistemas parlamentarios. Por ejemplo, en la V República Francesa menos del 10% de las iniciativas aprobadas fueron mociones de los asambleístas. Cabe notar que lo mismo ocurre en el parlamentarismo del Reino Unido.
El semipresidencialismo también dota al Presidente de poderes importantes. De hecho, la atribución de disolver la asamblea le da al Presidente francés un poder superior al del Presidente chileno. Además, en un sistema semipresidencial, siempre existe la posibilidad de un conflicto entre el Presidente y el Primer Ministro, algo inédito para los chilenos.
Paradojalmente, la forma de gobierno que garantiza a la legislatura un rol más protagónico en la elaboración de leyes y una capacidad de representación más libre de los designios de las cúpulas partidarias es el presidencialismo de Estados Unidos. Allí, los legisladores controlan la agenda legislativa: solo los miembros del Congreso pueden presentar iniciativas de ley y el Presidente no tiene la habilidad de introducir urgencias. No estamos argumentando que esto sea necesariamente el ideal a seguir para Chile. Simplemente, advertimos que dotar al Congreso de mayor peso, como parecen desear muchos convencionales, requiere moverse en dirección a la Constitución presidencialista de los Estados Unidos y no hacia el régimen semipresidencial de Francia.
Con todo, algunos convencionales preferirían diseñar un nuevo sistema híbrido. Dotar a los legisladores chilenos de mayores atribuciones no tiene por qué hacerse probando fórmulas de puro voluntarismo jurídico. Crear nuevos sistemas mixtos involucra altos riesgos. Un vistazo a la política peruana nos ofrece lecciones sobre los altos grados de inestabilidad política que pueden ir aparejados a sistemas híbridos. Si queremos un Congreso más fuerte, la mejor opción es mantener un sistema presidencial y atenuar los poderes del Presidente.
Eduardo Alemán
University of Houston
Andrés Dockendorff
Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile