Son muchos los jóvenes, y las parejas, que declaran su voluntad de no tener hijos. Es una opción que comunican a sus familias y amigos, una opción que se socializa. Las expectativas de la sociedad rara vez contemplan una posibilidad así: de hecho, las reacciones que he leído hablan, más que nada, de que faltarán brazos para sostener una creciente población improductiva. La vida se alarga en Chile, pero no se renueva según lo calculado.
No es mi intención hablar de demografía, todo lo contrario. Me interesa hablar de la vaga y no tan vaga sensación de culpa y de miedo que estamos experimentando al mirar a los hijos y a los nietos. ¿Cómo será su vida, en este planeta amenazado por catástrofes climáticas, con las consiguientes dificultades para evitar calamidades? ¿Cómo será, si se ha abierto el frente de las pestes y las pandemias, y se han revelado con ello las grietas de las sociedades, las desigualdades, las fragilidades sociales? Los padres sospechan que sus hijos tienen pocas expectativas, a pesar de la educación en la que pusieron muchísima esperanza y sacrificio personal. Pensar que los hijos tendrán mejor vida que la propia era antes un lugar común en las diversas clases sociales. Hoy la desesperanza se cuela por muchas rendijas. A veces esa desesperanza incluso estalla.
Al concentrarse la riqueza hasta límites inimaginables (¿se acuerdan que antes el 10% más rico era un escándalo? Hoy lo es el 1%, a nivel mundial), hasta las profesiones liberales se han proletarizado. Todos, de capitán a paje, viven midiendo su rendimiento en unos mecanismos de maximización de utilidades que terminarán por expulsarlos en movimiento centrífugo. Hay que trabajar horas incontables, y antes de la pandemia, dedicar horas largas a llegar y salir de los lugares de trabajo. ¿Es esa la vida que queremos regalar a alguien vulnerable y queridísimo, a un hijo, a una hija? ¿Es esa la puerta de desesperación que queremos abrir en nuestras vidas, la de saber que esos hijos muy probablemente estarán peor que nosotros?
El agotamiento del trabajo lleva a relaciones humanas empobrecidas. El asombro desaparece, la aventura también, esa idea del “banquete de la vida” se transforma con facilidad en lo que el poeta César Vallejo llamó “la cena miserable”. No hay tiempo, en esta sociedad, tal como está, para cultivar paternidades y maternidades. Creo que la decisión de no tener hijos, en este cuadro, puede ser una decisión racional.
Hay un comportamiento (demográfico, sí) que da testimonio de las condiciones en que una sociedad está viviendo. Puede llevar incluso a su extinción, a través de estados fallidos y otros horrores. No queda sino agradecer la tremenda esperanza de quienes traen hijos a este mundo y logran gozar ese asombro. Exceden los parámetros utilitarios. El ser humano no es una realidad utilitaria ni económica. El ser humano es un conjunto asombroso de posibilidades. Porque la vida —ojalá— tiene más imaginación que nosotros.