Los recientes acontecimientos de La Araucanía —muertes, incendios, exhibición de poderío militar por parte de grupos mapuches— plantean un problema que las candidaturas presidenciales no parecen dispuestas a reconocer.
Se trata del problema de la violencia.
Lo que llamamos Estado es, en la más íntima de sus dimensiones, un aparato de fuerza o, mejor aún, una forma de monopolizar la violencia, única forma, agreguemos, de contenerla. El Estado es, según la famosa definición, una agencia que reclama para sí, con éxito, el monopolio de la fuerza. En esta caracterización del Estado coinciden tanto los liberales como los marxistas, Weber y Lenin. De ahí viene la famosa observación del primero según la cual “quien se mete en política… quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo”. El político que aspira a conducir el Estado ya no podrá aspirar a salvar su alma, puesto que las tareas de la política suponen, en última instancia, el empleo de la fuerza.
Pues bien, al oír a los candidatos presidenciales, especialmente de izquierda, se descubre que todos ellos parecen rehuir de esa dimensión del quehacer que han elegido, ese deber que pesa sobre quien conduce el Estado: la disposición, tarde o temprano, a emplear la fuerza.
Es cosa de revisar sus comentarios frente al problema de La Araucanía y sus comentarios frente a los hechos de esta semana o teniendo a la vista la flagrante exhibición de fuerza de un grupo mapuche. Gabriel Boric, por ejemplo, declaró que “la violencia solo trae más violencia y solo el diálogo nos puede llevar a una solución”. Yasna Provoste, a su turno, dijo que “la militarización de la zona no es ni será nunca una solución a conflictos de naturaleza social, política y cultural”.
Esas declaraciones parecen no comprender la índole del problema que el Estado deberá, tarde o temprano, enfrentar. Y no distinguen entre la justicia de la causa mapuche (por ejemplo, las demandas de reconocimiento o de derechos colectivos) y el hecho inaceptable de que se dispute al Estado el monopolio de la fuerza. Mientras lo primero debe ser deliberado entre todos los miembros de la comunidad política (no solo con los mapuches, puesto que ello importaría una petición de principio: los mapuches y la sociedad chilena frente a frente), lo segundo simplemente no puede ser aceptado, salvo que el Estado renuncie a ser lo que es. Y es obvio que el problema del monopolio de la fuerza no se resolverá con el diálogo, no al menos en esta fase. Esto recuerda al cuento de la princesa caprichosa que relató alguna vez Bobbio: la princesa quiso de regalo un animal único, cabeza de unicornio y cuerpo de león. El rey satisfizo el capricho y el resultado fue que la parte del león devoró a la parte del unicornio. En conclusión, cuando se trata del monopolio de la fuerza, la tercera vía no existe.
Pero desgraciadamente esas declaraciones parecen estar inspiradas en la princesa caprichosa, en la creencia de que en política se puede tomar la parte buena (promover los intereses de la comunidad, producir orden) y rechazar la parte mala (usar los medios específicos del Estado). Es esta una ilusión que, desgraciadamente, ha fracasado mil veces. El manejo del Estado supone (Marx de nuevo) una homeopatía: la violencia solo se cura con la violencia reunida en el Estado y ejercida en base a reglas convenidas por todos.
Quien no advierte eso y no comprende que el Estado supone un pacto con el diablo y que la política no es el camino para salvar el alma —Max Weber lo dijo ante una reunión de estudiantes— es un niño políticamente hablando.