La Corte Suprema acaba de acoger a tramitación un recurso por el que un grupo de constituyentes reclamaba amparo de sus derechos fundamentales. La Corte Suprema ha decidido que debe analizarse el recurso a pesar de que el texto constitucional —la reforma que instauró a la Convención— le confiere a esta última total autonomía, restringiendo así a las cuestiones de procedimiento el control que la Corte Suprema podría ejercer sobre ella.
¿Es correcta esa decisión?
A primera vista sí.
A fin de cuentas, usted podría decir, todos, incluso los convencionistas, gozan de derechos fundamentales. Y si ellos son violados o infringidos, o relativizados en medio del debate, la Corte puede considerar protegerlos. Quienes interpusieron el recurso deben, desde luego, aplaudir la decisión de la Corte. Por fin, dirán, aparece una luz en medio de los nubarrones de la mayoría aplastante que parecía no tener límite.
Pero a poco de reflexionar las razones para celebrar se diluyen.
¿Por qué?
La razón es muy sencilla. Con esta decisión, la Corte Suprema reitera una preocupante tendencia que consiste en apartarse del mandato explícito de las reglas para, en cambio, preferir obedecer las razones de lo que a ella aparece como justicia material (es decir, las razones de justicia cuya fuente es externa o ajena al derecho legislado, a la decisión de los órganos colegisladores). Es el mismo criterio que ha usado en otras ocasiones para alterar decisiones de política pública como ocurrió, alguna vez, con la asignación de los recursos de salud a un enfermo arguyendo el derecho a la vida, sin considerar los costos que ello supondría sobre el servicio de salud. Podrían citarse, todavía, otras decisiones semejantes. De esta forma, la Corte está apartándose de una decisión explícita de los órganos políticos —más allá de lo que el texto dispone, que es el control procedimental— arguyendo que su tarea es tutelar los derechos fundamentales. En otras palabras, la Corte Suprema se instituye, de esta forma, en un control supremo de lo que la Convención podría decidir. Arguyendo que los derechos fundamentales son supraconstitucionales (superiores a cualquier decisión constitucional) la Corte podría decidir que esos derechos, o la forma de consagrarlos, transgrede su fisonomía y de esa forma controlar ya no el procedimiento, sino el contenido de las decisiones de la Convención.
Salta a la vista que esa conducta —que por razones oportunistas un grupo de derecha podría aplaudir— arriesga lesionar el diseño institucional en su conjunto.
Porque como se explica en un libro de reciente aparición (Luis Alejandro Silva, Entre la justicia y la ley, 2021, editado por Libertad y Desarrollo, a la que habría que suponer libre de la sospecha de ser de izquierda), la democracia reposa sobre la idea de que los jueces deben discernir racionalmente lo que la regla legal establece para el caso particular, en el entendido que corresponde a los legisladores, o al Congreso, deliberar lo que es mejor en un sentido general. Tanto el juez como los legisladores hacen política en la medida que adoptan decisiones; pero en la medida que el juez decide un caso singular, no toma en consideración el coste que, a consecuencia de esa decisión, recaerá sobre otros que no comparecen al juicio. El legislador, en cambio, mediante la deliberación democrática, debe considerar cuál es la más razonable distribución de una decisión considerando el interés de todos.
Cierto: el Congreso no parece haberse comportado el último tiempo a la altura de ese ideal consistente en considerar el mejor interés de todos. Pero ¿justifica eso aplaudir una decisión de la Corte que si se generaliza arriesga transformar a los jueces en contralores del proceso político por antonomasia que es el proceso constituyente? Si la Corte se atribuye la facultad de controlar el proceso constituyente ¿cómo quejarse más tarde de que la misma Corte, esgrimiendo derechos fundamentales y por sobre la ley, controle las decisiones de política pública en cuestiones como la salud, la vivienda o la educación? Los constituyentes (sean de izquierda o de derecha) no debieran aceptar sin reclamos esta decisión (al margen de que ella favorezca o no sus intereses inmediatos) porque ella podría acabar desmedrando la única arquitectura posible de un Estado de derecho: que los jueces custodien las reglas sin apartarse de ellas a pretexto de que hay bienes supraconstitucionales que están bajo su cuidado.
La ironía de todo esto es que la decisión de la Corte está inspirada por lo que en la literatura se conoce como neoconstitucionalismo, al que adhieren muchos constituyentes: la idea que en las reglas constitucionales hay reglas implícitas que permiten decidirlo todo, sin dejar margen a la autonomía del legislador (y según se sabe ahora, tampoco a la Convención).