Una intelectual que admiro por muchas razones es la filósofa Hannah Arendt. No todo filósofo es un intelectual, pero ella asumió ese compromiso con su tiempo y su comunidad de un modo muy poderoso, escribiendo textos que no solo son muy importantes e influyentes para entender la esfera de lo público y lo político, sino que se involucró de lleno y con gran coraje en la reflexión de acontecimientos contemporáneos que tocaban hechos y valores de primera importancia para ella y su pueblo, sin ceder nunca, a pesar de las presiones múltiples que venían de sí misma y de su entorno, ante la obligación que toda persona tiene, y es función principal del filósofo, de detenerse y pensar. Esa actitud es la única que, en el plano de las ideas y opiniones, en definitiva, podemos y debemos exigirle específicamente a un intelectual.
El momento culminante en que Arendt ejerció y se mantuvo fiel a esa vocación se produjo cuando The New Yorker, en 1961, le encargó que siguiera el juicio que se desarrollaría en Jerusalén al criminal nazi Adolf Eichmann. La serie de reportajes —que en 1963 convirtió en un libro titulado “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”— generó una enorme conmoción —hay una reciente película de Magarethe von Trotta que da cuenta de este episodio crucial— y hasta el día de hoy son materia de deliberación y controversia. No pretendería jamás dirimir aquí si tuvo o no razón, pero me produce emoción su fidelidad a esa responsabilidad propia del intelectual, incluso cuando el acontecimiento le incumbía de manera tan íntima y se encontraba tan viva su sensibilidad ante el padecimiento inconmensurable del pueblo judío en el cual Eichmann había jugado un papel principal.
Arendt, desde luego, no absolvió a Eichmann, pero miró su caso —el del asesino de oficina— desde una distancia y un punto de vista —el de la humanidad— que no pudo sino producir escándalo. La sola repetición de la condena no fue suficiente para ella, porque a pesar de lo que estaba en juego, se detuvo y pensó. En este encuentro, que la marcaría profundamente, su pensamiento intuyó la posibilidad de un mal —la palabra “banalidad” quizás fue el origen de los malentendidos— que proviene, precisamente, de la petrificación de la capacidad de pensar, un mal inconsciente, oscuro, en ningún caso “mejor” que aquel que se lleva a cabo consciente y deliberadamente, sino incluso más terrible, porque carece de límites. La comprensión —no justificación— de Hannah Arendt planteó problemas incómodos que persisten hasta hoy e iluminan nuestra propia historia y actualidad: bajo la opresión amenazante de una opinión única y dominante existe un mal peor: la caída invisible en la necedad moral, renunciando a pensar.