El evangelio de este domingo, conocido como “El joven rico”, presenta un tema que nos incomoda no solo a los cristianos, sino que causa conflictos en toda nuestra sociedad: la relación con los bienes y la riqueza.
Hemos construido una forma de vida en la que nos “autoconvencemos” de que el dinero trae consigo un bienestar capaz de solucionarlo todo. Somos conscientes de algunas dificultades que conlleva, pero son algo así como efectos colaterales, no deseables pero justificados. La riqueza, o la búsqueda de ella, suele ser la causante de rupturas matrimoniales, de divisiones familiares, distanciamiento de amigos; genera envidia, competencia, abusos y también está en la raíz de problemas sociales y conflictos políticos. Y a pesar de todo esto, hemos construido una sociedad que gira en torno a ella. ¿La riqueza es mala? ¿Cuál es el conflicto que genera?
El evangelio de este domingo nos ayuda a adentrarnos en este tema tan actual. La riqueza la hemos convertido culturalmente en un ídolo para nosotros, el cual nos da todo lo que le pedimos, a cambio de exigirnos y terminar convirtiéndonos en sus esclavos. Nunca será suficiente lo que tenemos, siempre se puede más. Y la lógica con la que funciona, su escala de valores, es muy concreta: competir con el otro, imponerse, mentir, pasar a llevar, abusar… Hemos terminado construyendo toda una sociedad del bienestar que se sostiene en esto.
Pensamos que con el bienestar basta para la paz tanto individual como de la sociedad. Entre otras cosas, el confinamiento que hemos vivido en esta pandemia ha hecho aflorar en nosotros una profunda crisis de sentido que es consecuencia de esta propuesta de sociedad. Ha sido un tiempo de tener que mirar hacia adentro de nosotros mismos. Algunos no han sabido cómo hacerlo, a otros no les ha gustado lo que han visto… Nos damos cuenta de que las cosas materiales que hemos ido acumulando y que nos han significado tanto esfuerzo y dedicación no han resuelto la inquietud más profunda de todas: la felicidad.
Es el caso de este joven rico del evangelio, quien a pesar de tenerlo todo, está insatisfecho, pues siente que le falta algo fundamental. Por eso recurre a Jesús, buscando en él esa trascendencia que no ha encontrado en los bienes que le ofrece la riqueza. Jesús es muy claro: le falta lo primero de todo, le falta Dios. Tal vez este joven intentó llenar las carencias del corazón con las cosas. Pero hemos sido hechos bien, para el infinito, para Dios (Ecl 3,11). Tarde o temprano las cosas terminan en el basurero, pero nosotros no. Ahí está la profunda insatisfacción del joven del evangelio y también la nuestra.
Desde ahí debes comprender el sentido de tu vida y la forma de relacionarte tanto con las personas como con los bienes. Los bienes, en definitiva, no son tuyos, sino que han sido encomendados a tu administración. Tú puedes apropiarte de ellos y terminar siendo su esclavo, o puedes administrarlos con sabiduría y compartirlos. Así, lejos de ser una traba, se convierten en una fuente de caridad, humanizándote a ti y también a los demás.
Es fácil decir lo que los otros deben hacer con sus bienes. El tema fundamental es cómo tú mismo te relacionas con ellos. Porque una cosa está clara: al final de tu vida, los bienes se quedan acá, y te llevas contigo lo que lograste convertir en caridad. Eso es lo que verdaderamente trasciende. Pues somos no aquello que tenemos, sino aquello que amamos.
“Jesús lo miró con amor y le dijo: ‘Solo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme'.
Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes”.
(Mc. 10, 21-22)