¿Cómo describir la situación del Chile contemporáneo? Antes de intentarlo quizá sea útil un breve vistazo al pasado reciente.
En los últimos años —los primeros indicios vienen de muy atrás, pero se han acelerado en la última década—, el país ha estado asistiendo a una sucesiva liquidación de prestigios personales y políticos. Desde el caso Caval, ya olvidado, pasando por el caso Penta, el financiamiento ilegal de la política, el cierre de universidades, el caso Exalmar, los escándalos eclesiales y el uso de gastos reservados para fines privados, hasta llegar hoy a la Minera Dominga, la vida cívica en Chile comenzó de pronto a desenvolverse en las fiscalías y en los tribunales. Las ideas, las políticas públicas y los discursos comenzaron a ser sustituidos por los alegatos legales, aderezados rápidamente con la moralización y la condena de esto o de aquello. El lugar del político y el ideólogo empezó a ser ocupado por el abogado y el fiscal.
El fenómeno ha estado además acompañado de un cambio, por llamarlo de alguna forma, espiritual. Poco a poco las fuerzas políticas más tradicionales comenzaron a perder todo sentido de cohesión ideológica y programática. Y en su lugar brotaron las personalidades estrambóticas y los aspavientos. Las ocurrencias y los desplantes ocuparon el lugar de las frases y las ideas bien pensadas. La profesión del político de pronto se convirtió en un empleo bien pagado que se procura mantener incluso al costo de hacer piruetas y decir exageraciones azuzados por los conductores de matinales.
Incluso los intelectuales parecen haber olvidado el deber de pensar bien y de pronto muchos de ellos se han dedicado al simplismo, a reducir la complejidad de la vida social a uno o dos factores, el lucro primero, la desigualdad después, y a etiquetar todo aquello que resulta molesto, incorrecto o injusto, con el sambenito del neoliberalismo.
Lo anterior podría ser anecdótico —un capítulo más del quehacer social— si no fuera por el hecho de que la vida cívica, o más ampliamente el Estado, se constituye a partir de prestigios personales y colectivos, formas invisibles que suscitan el respeto y finalmente logran construir lo que pudiera llamarse la rutina del orden. Cuesta creerlo, pero el mecanismo íntimo de la vida social, lo que hace que la cooperación sea posible y el esfuerzo colectivo se lleve adelante, es un puñado de prestigios que la sostienen. A ese puñado de prestigios se le llamó desde antiguo élites o minorías excelentes, personas que poseen sentido del deber y son capaces, con su ejemplo, de orientar a los demás. Por supuesto no es una cuestión de clase social, sino de excelencia. Pero esos prestigios, como se observó al inicio, son los que hoy están en liquidación. Sobra decir que esto es lo que funda el reproche que se dirige al Presidente a propósito de Dominga: haber contribuido a esa liquidación del prestigio, que no es suyo, sino del rol que desempeña.
Pero —todo hay que decirlo— lo del Presidente es un pedazo más de la ruina en que han caído todos los prestigios que sostienen la vida social.
Al no haber prestigios (si se prefiere: al no haber hegemonía, al no imponerse un modelo de racionalidad o de conducta en la cultura), la vida social se ha llenado de pura contingencia. La contingencia es lo que está en medio de lo imposible y de lo necesario. La vida social funciona cuando hay cosas que se saben imposibles y otras que se aceptan como necesarias. Satisfacer todos los anhelos es imposible. Y trabajar es necesario. La sociedad funciona bien cuando cuenta con un cierto consenso acerca de lo uno y lo otro: acerca de lo que es imposible y lo que es necesario. Pero cuando todo se vuelve contingente —porque los prestigios se evaporan y la vida social queda al garete—, los extremos de lo imposible y de lo necesario desaparecen.
Se produce entonces lo que algún autor llamó “el mal del infinito”. La vida social pierde sus bordes y todo se vuelve por momentos posible. Y cuando todo es posible, desaparece la medida de la conducta, las ideas ya no son necesarias y la astucia y la picardía se ponen al mando. Cualquier artimaña o voltereta parece correcta, cualquier demanda, justificada; cualquier frase, digna de ser oída; cualquier tontería, equivalente a una razón; cualquier balbuceo, a un argumento; cualquier disfraz, digno de ser aplaudido.
No vale la pena engañarse. De las instituciones apenas subsisten algunos retazos y los prestigios están casi todos liquidados. El único camino posible es reconstituir las instituciones y confiar en que los prestigios se recompongan. Mientras tanto —si los políticos no recuerdan cuál es su papel en la vida social y los intelectuales el suyo—, seguiremos en medio del mal del infinito.