Es buena cosa recordar un 5 de octubre más, pero esta vez en el contexto del actual proceso constituyente, porque la comparación resulta muy iluminadora.
Hace justo un tercio de siglo se iniciaba la fase final del proceso por el cual el Presidente Pinochet devolvía restaurada la democracia a Chile. Sí, porque democracia auténtica —que no perfecta— fue el régimen en que pudimos desenvolvernos hasta el 18 de octubre de 2019.
Aquel a quien las izquierdas han llamado ‘dictador' acató la voluntad popular y entregó el poder pacíficamente un año y medio después del plebiscito de 1988. Lo hizo cumpliendo fielmente lo dispuesto por la Constitución todavía hoy vigente, texto que las mismas izquierdas extremas han pretendido deslegitimar mediante la violencia y la pillería parlamentaria.
El 57% que votó No en aquella ocasión le negó a Pinochet un nuevo período presidencial, pero se sumó al 43% del Sí en su apoyo a la normativa que regularía nuestra convivencia durante los próximos 30 años. Y el plebiscito de 1989 ratificó —fruto de un gran acuerdo político respaldado por una enorme mayoría popular— las instituciones con que la Constitución de 1980 se proyectaba a futuro, desde el 11 de marzo siguiente.
Se inició así la presidencia Aylwin con un Chile unitario, con separación de poderes y con otras instituciones autónomas, con un moderno y operativo catálogo de derechos de las personas, con elecciones transparentes y con una economía libre.
Por cierto, las izquierdas están en su derecho de contradecir la verdad de todo lo anterior, desde su mirada ideológica. Y una auténtica democracia no les aplicará el absurdo del negacionismo. Pero no están en su derecho, de ninguna manera, de arrasar con la realidad de nuestras instituciones, ni mediante la violencia ni mediante el engaño.
Esas izquierdas que hoy se autodenominan ‘amplias', ‘democráticas', ‘ancestrales' o ‘del pueblo', están demostrando que las mueve un espíritu dictatorial, lo que las lleva a impedir la disidencia, a descalificar a las minorías, a excluir derechos fundamentales en la discusión de fondo y a censurar la información sobre lo que realmente sucede al interior de la Convención. En fin, parecen querer convencerse mediante la práctica de esos comportamientos dictatoriales de que efectivamente son un poder originario. Nadie les ha dado esa potestad, pero mientras no se contradiga institucionalmente esa perversa tendencia, su autoconvicción crecerá y podría consolidarse.
Pero hay una lección del 5 de octubre de 1988 que bien podrían tener en cuenta las izquierdas rupturistas. Llega un momento —y así será en el plebiscito de salida— en que el verdadero soberano, el pueblo de Chile, podrá decir que No. Que No, porque todas las señales que nos dan las izquierdas de la Convención son que pretenden imponernos un régimen dictatorial, excluyendo derechos humanos fundamentales, disolviendo las instituciones que hoy custodian y separan el poder, y fracturando gravemente la unidad de Chile. Las medidas que sin pudor alguno toman las mayorías izquierdistas desprecian las formas que hoy obligan a la Convención, y sus anuncios sobre el contenido del texto que nos propondrán son ya abiertamente transgresores. Ahora sí que Chile corre el riesgo evidente de una dictadura con pretensión de irreversible.
Partir de cero, refundar, destruir todo lo de ‘estos treinta años': en esas manos estamos, a esa agresión estamos expuestos.
Alone describía certeramente, en 1966, un clima como el que hoy percibimos en la mayoría de los constituyentes de izquierda: “No solamente los apetitos y las pasiones, la inteligencia bajaba a cero para volver a empezar”.