Bertrand Russell dijo alguna vez que al examinar una teoría o un sistema ideológico, no había que perder de vista la idea central en cuyo derredor se organizaba todo lo demás. La mayor parte de los argumentos, las razones, las idas y venidas de los filósofos, explicó Russell, solo tenían por objeto erigir una muralla en defensa de ese punto focal que era el realmente importante. Así, en vez de distraerse con las murallas y las defensas erigidas por los autores, había que atender a lo que ellas querían proteger: el punto central de la teoría.
Y lo que vale para la filosofía vale, sobre todo, para la política.
Así, hay que preguntar ¿cuál es el punto central que está en juego en la Convención a propósito del debate sobre el quorum?
Lo que está en juego no es el quorum, sino la índole de la Convención: si acaso es un poder constituyente originario o un poder constituyente derivado.
Desde el punto de vista formal, no parece haber duda. La Convención se estableció como resultado de una regla acordada por el Congreso. Esa es su fuente de validez. Su poder, en consecuencia, según este razonamiento, deriva de la carta de 1980. Entre la Carta de 1980, las reformas que llevan la firma del Presidente Lagos y la reforma del 2019 que llamó a plebiscito, por una parte, y la actual Convención, por la otra, existiría una cadena de validez ninguno de cuyos eslabones podría romperse sin afectar la totalidad del proceso. La actual Convención, continúa este argumento, fue establecida por una norma dictada por el Congreso, de manera que cada uno de los convencionistas deriva de allí su competencia para discutir las reglas constitucionales. Si las reglas dictadas por el Congreso no se respetan, entre ellas la del quorum, la Convención socava su propia validez. Y ello equivaldría a lo que Hans Kelsen (el gran jurista austríaco) llamó una revolución.
No cabe duda entonces.
La Convención constitucional sería un poder derivado. La presidenta Loncon, el vicepresidente Bassa, cada uno de los convencionistas, incluido Rojas Vade, tendrían un poder delegado por el Congreso.
Hasta ahí todo parece irrefutable.
Sin embargo, se dirá: bien, aceptemos que es un poder derivado. Pero para ser tal, podría continuar este argumento, debe derivar de la fuente originaria del poder, ¿verdad? En otras palabras, la cadena de derivación debe remontar hacia una fuente originaria. Y ocurre que si descartamos la idea medieval de que todo poder viene de Dios (según se dice en Rom 13,1), debemos concluir que el poder radica en el pueblo (según dijo el abate Sièyes en su célebre texto sobre el tercer estado). ¿Y acaso no es el pueblo el que, mediante un plebiscito, estableció a la Convención y al hacerlo destituyó el poder del Congreso? Así se alcanza ahora la conclusión exactamente opuesta a la anterior: en la Convención se ha radicado el poder constituyente del pueblo, que sería la única fuente de validez en la tradición democrática.
Esa conclusión también parece irrefutable.
Sin embargo, si se acepta este último argumento, si se sostiene que la única fuente del poder constituyente es, en ese sentido, el pueblo, si la única fuente de validez es su voluntad, de suerte que toda autoridad para ser tal debe derivar de él, motivo por el cual la Convención no se debe al Congreso, de ahí se sigue que toda la normativa, las decisiones, las sentencias, los contratos realizados al amparo de la Carta de 1980 son perfectamente inválidos, puesto que las reglas a cuyo amparo se celebraron eran, en realidad, la usurpación de la voluntad soberana del pueblo. Y todos los gobiernos que siguieron a la dictadura, comenzando por el de Patricio Aylwin, serían diversas formas de usurpación, una continuación de la dictadura, solo que por otros medios.
Así, y desde este punto de vista, el problema que subyace al debate sobre el quorum se reduce a una pregunta que cada convencionista debería responder: los últimos treinta años ¿fueron el principio de la democracia o la continuación de la dictadura? Si lo primero, entonces la Convención está atada al quorum fijado por el Congreso; si lo segundo, entonces no lo está y puede alterarlo a su amaño.
Si la Convención sostiene que su validez no deriva de la actual regla, por ser el pueblo quien posee el poder constituyente siendo el plebiscito la única ocasión en que se ha manifestado, entonces la conclusión es una: estos treinta años han sido una dictadura disfrazada y todos quienes han ejercido el poder al amparo de la Carta de 1980 unos usurpadores (y la Presidenta Bachelet una usurpadora).
Lo único que cabe preguntar en este debate —y tal vez los convencionistas deban pronunciarse al respecto esta semana— es quiénes estarían dispuestos a aceptar esa conclusión.