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Editorial
Martes 14 de septiembre de 2021
Quemar libros
La cultura de la cancelación alcanza nuevos extremos.
Inevitable es recordar el controvertido argumento retórico de la “pendiente resbaladiza” cuando se observan algunas manifestaciones a que están dando lugar en el mundo las ideas de la corrección política. En nombre de principios tan valorables como la inclusión o la equidad, se han terminado imponiendo nuevas formas de censura y cancelación. Un fenómeno que en sus inicios pudo ser visto como la saludable revisión de patrones de conducta abusivos ha llegado a mostrarse como una nueva forma de dogmatismo, que persigue expulsar del espacio público a quienes se aparten de sus parámetros. Pero, incluso en un contexto en que ya se hacen habituales las noticias sobre derribamientos de estatuas o cuestionamientos a intelectuales y artistas fallecidos hace siglos, las informaciones sobre la quema de libros llevada a cabo en Canadá, en un ritual de “purificación” y “reconciliación” con el pasado aborigen, conducen la situación a un nuevo y extremo estadio.
Fue un reportaje de la radio de ese país el que develó cómo, en 2019, el Consejo Escolar Católico que gestiona 30 planteles de Ontario promovió la destrucción de casi cinco mil libros por presentar estereotipos negativos de los pueblos indígenas; una parte de los ejemplares se destinaron a reciclaje, pero otros fueron quemados para luego utilizarse los restos como fertilizante, en la idea de “enterrar las cenizas del racismo, la discriminación y los estereotipos”. Los volúmenes destruidos correspondían a 155 títulos objetados por una comisión asesora; entre ellos, historietas de Ásterix y Óbelix, Tintín y novelas juveniles. La revelación ha causado consternación internacional. Lejos de las buenas intenciones declaradas por sus promotores, intelectuales de todo el mundo han recordado cómo la quema de libros ha sido histórica práctica de dictaduras y regímenes totalitarios. Algunos incluso han recordado la escalofriante jornada del 10 de mayo de 1933, cuando la federación de estudiantes nazis realizó, como punto cúlmine de una campaña “contra el espíritu antialemán”, la quema de miles de volúmenes de autores cuestionados por el régimen nacionalsocialista.
Sin duda los contextos son muy diferentes, pero hay también entre ese episodio y lo ocurrido en Canadá paralelos inquietantes. En efecto, sin negar lo traumático que ha sido para este último país constatar los abusos cometidos en su historia contra los pueblos aborígenes, la idea de conseguir una “purificación” mediante la destrucción de expresiones culturales es inconciliable con los valores de la libertad; en cambio, supone replicar las mismas formas de arrasamiento por las que se cuestiona a los antiguos colonizadores o, en el tiempo actual, a grupos fundamentalistas como los talibanes o el Estado Islámico. El que ahora ello se haga en supuesta defensa de la diversidad y del respeto entre los pueblos no minimiza su gravedad y solo habla de una profunda y orwelliana confusión.
Corolario revelador del episodio canadiense, en estos mismos días, Suzy Kies, quien asesoró —en su calidad de “guardiana de la cultura ancestral”— la incineración de libros, ha renunciado a su cargo de copresidenta del Comité de Pueblos Indígenas del gobernante Partido Liberal, tras surgir versiones que cuestionan la veracidad de su ascendencia.