“El lenguaje no es neutral. No es un mero vehículo que transporta ideas. Es, en sí mismo, un modelador de ideas”, proclamó Dale Spender en los ochenta. Cabe tenerlo presente para abordar las propuestas constitucionales sobre pueblos indígenas.
En el ámbito jurídico, el estatus de una etnia en una organización política puede ser soberano o no soberano.
La soberanía suele estar asociada a pretensiones o conceptos de república, autodeterminación, independencia, nación, nacionalidad, Estado, ciudadanía, poder ancestral, territorio y leyes. Sin perder estos atributos, una etnia soberana podría, además, formar parte de un cuerpo político mayor llamado federación, comunidad, unión, reino o imperio. El rasgo distintivo de estas asociaciones es la pluralidad de naciones, feudos, estados y ciudadanos, así como la unidad en torno a ciertas decisiones de órganos comunes. La idea es unificar lo diverso, e pluribus unum (“de muchos uno”).
Una etnia no soberana, en cambio, puede ser objeto de reconocimiento por la nación soberana conforme a un léxico político diferente, menos intenso, que se caracteriza por expresiones como pueblo, población, identidad, interculturalidad, autonomía, descentralización, participación, fuero, estatuto, derecho, costumbre o uso propio, tradiciones, lengua, tierras, derechos ancestrales, propiedad o dominio.
De acuerdo con esta distinción, el vocabulario utilizado hasta ahora en los documentos de la Convención Constitucional se acerca más al establecimiento de soberanía étnica que de resguardo de la cultura, oportunidades y propiedad indígena. Así se desprende de la eliminación de la expresión República “de Chile” y del uso de términos como “plurinacionalidad” y “naciones preexistentes al Estado de Chile”.
De ser esto así, convendría preguntarse, entre otras cosas, por los alcances jurídicos de este lenguaje. Cabe aclarar que el Derecho Internacional de los Pueblos Originarios no obliga a los Estados a reconocerles soberanía, sino que a respetar su autonomía “en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como a disponer de medios para financiar sus funciones autónomas” (ONU).
Aun así, si se acordara el uso de “nomenclatura” soberana, y suponiendo que se aspira a un alto grado de integración con la nación chilena mestiza, la plurinacionalidad en serio exigiría duplicar las reglas de nacionalidad, ciudadanía, Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Chile dejaría de ser un Estado unitario, “en forma”, y pasaría a ser una unión o federación de naciones soberanas.
Tal vez lo pretendido no es eso, sino una plurinacionalidad más suave, estilo boliviano y ecuatoriano, que ocupa los mismos términos, pero adaptados a la lógica unitaria de Estado-nación. Sin embargo, esta fórmula ha sido criticada por los intelectuales partidarios de lo genuino. Por ejemplo, Raúl Prada sostiene que los procesos constitucionales en Latinoamérica fracasaron, precisamente, porque no “destruyeron” al Estado: “son como síntomas dinámicos de la crisis múltiple del Estado-nación, en la versión de búsquedas sociales de cambios y salidas, empero, en las condiciones acotadas por la ideología jurídico-política, es decir, estatalista”.
Una tercera opción sería reconocer constitucionalmente los derechos indígenas, conforme a una fórmula congruente con el léxico y naturaleza del Estado-nación, un lenguaje inclusivo del Chile mestizo, que permita unir lo diverso y no dividir lo que estaba unido.
Cualquiera sea la fórmula adoptada por la Convención, lo cierto es que el lenguaje utilizado debería ser congruente con el resultado final para evitar confusiones o interpretaciones erradas en el futuro.
Jaime Arancibia