¿Qué nombre nos darán en el futuro? Me temo que el más adecuado es el de una “generación egoísta”. Hoy somos muy sensibles al cuidado del medio ambiente y nos parece pésimo entregar a las nuevas generaciones una naturaleza deteriorada. Pero ¿no vale lo mismo para la economía? ¿Con qué cara les dejamos a los niños actuales un país lleno de deudas?
Durante los primeros gobiernos de la Concertación, Chile hizo un esfuerzo gigantesco por tener sus finanzas en orden. Eso significaba que esa generación pensaba en el futuro. Más allá de sus defectos, Aylwin, Frei Ruiz-Tagle y Lagos estuvieron dispuestos a sacrificar su popularidad para que nosotros viviéramos mejor. Así, no podríamos haber enfrentado la pandemia si ellos no hubiesen sido previsores.
Con el tiempo, esa buena conducta comenzó a cambiar. Es verdad que muchos países mantienen niveles de deuda mayores que nosotros. Pero eso no significa que su ejemplo sea un modelo para seguir, especialmente cuando no somos los EE.UU., Alemania o Japón. Además, en el caso nuestro, lo más preocupante es la tendencia que ha adoptado esta disposición a gastar más que lo que permiten nuestros ingresos. El alza de esa curva pone nerviosas a las clasificadoras de riesgos y ya se nota, por ejemplo, en el hecho de que las disponibilidades de financiamiento para proyectos de largo plazo sean cada vez menores.
No seré yo quien niegue la necesidad de apoyar a las personas que han sufrido los efectos devastadores de la pandemia. Sin embargo, entre muchos otros estudiosos, Joseph Ramos ha señalado que el sentido de esas medidas debe ser ayudar a las personas a recuperar el nivel que tenían antes de la pandemia. Entregarles más ingresos resulta improcedente (obviamente, la pandemia es una desgracia, no un negocio). Estamos beneficiando a 7,5 millones de personas, cuando quienes lo necesitan con urgencia son dos millones. Ese dinero debería ir en ayuda de los desempleados, a salas cuna, y a erradicar los campamentos. Esto lo dice el “Economista del año”, un profesor a quien nadie podría calificar como un “Chicago”.
Aquí no estamos en presencia de un simple problema económico, sino de cuestiones políticas de la máxima importancia. Una cosa es estar en contra del economicismo, es decir, de la pretensión de que la economía tenga la última palabra en la vida pública, y otra muy distinta es pensar que la política puede prescindir de ella. Despreciar los datos técnicos de la economía y creer que se puede recurrir al pensamiento mágico –donde bastan ciertas palabras y las buenas intenciones para resolver graves problemas sociales– es una clara forma de inmoralidad política.
Lo dicho nos lleva a la incómoda cuestión de en qué condiciones la deuda pública tiene legitimidad política. Para un miembro de la generación egoísta, esta es una pregunta muy rara: pensará que una generación puede endeudarse mientras haya alguien que quiera prestarle plata. Pienso que si nos tomamos en serio el pacto intergeneracional que constituye a una sociedad sana, la respuesta más adecuada es: “un país solo puede endeudar a las generaciones futuras si esas deudas van en claro beneficio de ellas”. Tal es el caso de iniciativas como la construcción de infraestructura o la superación de una emergencia que ponga en peligro la subsistencia de la vida patria (pensemos en la Segunda Guerra Mundial).
Puedo estar equivocado; sin embargo, me parece que cualquier otra respuesta esconde una forma inaceptable de egoísmo generacional.
Para el resto de las necesidades, el país debe utilizar los recursos que se tienen, pero emplearlos de manera racional. Por eso, es una vergüenza que en los últimos años se haya accedido a toda suerte de demandas burguesas mientras los campamentos crecen y crecen. O que se pretenda acrecentar los cometidos del Estado sin que exista la más mínima preocupación por su modernización.
El caso chileno resulta agravado por dos factores psicológicos muy relevantes. Sucede que los ciudadanos han manifestado su repudio generalizado a toda una generación política. A mí me parece una actitud precipitada, porque soy partidario de contar con un buen número de políticos experimentados, aunque ese es otro tema. El hecho es que la gente se aburrió y quiere que ellos se vayan. Pero ellos no quieren irse, y no han encontrado manera mejor para mantenerse que recurrir a la demagogia económica, cuya mejor expresión es el cuarto retiro de fondos previsionales.
La segunda causa psicológica de este desorden reside en que hace tiempo que la valentía huyó de nuestra vida pública. La consecuencia es obvia: hoy resultan ser muy pocos los políticos que están dispuestos a hablarle al país con la verdad.
En el fondo, no confían en los chilenos, y por eso no se atreven a decirnos, como en el tango: “Y si el llanto te viene a buscar…”. Nadie quiere hablarnos de llanto, pero las lágrimas están allí, a la vuelta, y es preferible que las derramemos pronto, para que podamos enmendar el rumbo. Porque si no las derramamos nosotros ahora, tendrán que hacerlo las generaciones que vienen, y no serán lágrimas de dolor, sino de rabia. Y ya sabemos a dónde puede conducir la rabia.