Esta semana, el debate entre las candidaturas presidenciales comenzó a deslizarse hacia lo pueril y lo tonto. Primero fue Sebastián Sichel, quien reprochó a Gabriel Boric no haber sido padre y no haber concluido sus estudios, luego este retrucó diciendo que, en efecto, no era padre, pero que tampoco tenía padrinos.
¿Adónde se puede llegar con un debate de esa índole?
Como es obvio, ser padre no significa mucho, ni es un signo de maldad, ni una fuente inagotable de bondad, ni el comienzo de un camino luminoso, ni la entrada a un túnel habitado de sombras. Hay padres malos, como hay buenos, los hay tontos y los hay inteligentes, los hay bondadosos y los hay (no han de ser pocos) perversos. ¿En qué sentido entonces ser padre es una ventaja en política? La derecha tuvo un presidente (Jorge Alessandri) que, hasta donde se sabe, no fue padre y su principal líder intelectual (Jaime Guzmán) tampoco lo fue. Apelar al hecho de ser padre solo puede tener sentido para quienes crean que pesa sobre los seres humanos el deber de multiplicarse, algo que, por ejemplo, alguien tan inteligente como Borges rechazaba (“los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”, escribió en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”). Si Sebastián Sichel quiere realzar su imagen de padre de familia como un activo en la competencia electoral pronto comprenderá que comete un error, porque es difícil que las nuevas generaciones crean que multiplicarse con prontitud es un deber.
Tampoco parece razonable reprochar a Gabriel Boric no haberse graduado. Es verdad que uno esperaría de quien cursó una carrera universitaria que la concluya; pero es evidente que no haberlo hecho no lo desmerece, especialmente si en su lugar hizo cosas que, comparativamente, no parecen despreciables. Después de todo, no es poca cosa ser un diputado que lidera y empuja una fuerza política, en vez de un procurador o un abogado pujante.
¿Y tener padrinos? Creer que en política se puede carecer de apoyos, y llamar a quienes apoyan al contrincante, padrinos, es otra tontería pueril. Lo que la democracia demanda de quienes apoyan a un candidato o financian la política, es que no lo hagan en las sombras, ocultándose o infringiendo la ley (si fuera esto último lo que Boric quiso decir debería denunciar el delito). Pero tener apoyos de terceros, en público y a la vista del contrincante, no parece reprochable.
¿Qué explica ese debate a ras de piso?
Lo que parece haber detrás de todo esto es la creencia de que la competencia presidencial será entre personalidades (un padre meritorio de un lado, un joven carente de experiencia vital del otro), como si el electorado no debiera calibrar ideas o programas sino trayectorias personales. Por supuesto, las trayectorias personales importan, pero no porque acrediten virtudes: importan para develar vicios o defectos de los candidatos o candidatas, como una adicción oculta, un delito escondido o algo así, no para saber qué piensan, qué creen o qué ideas tienen detrás suyo. La idea según la cual el quehacer vital de las personas acredita la veracidad o la corrección o la agudeza de sus ideas, es absurda.
A veces pesa, es cierto; pero ello ocurre espontáneamente cuando aparece el misterio del carisma.
Pero las biografías no producen ideas ni programas.
Así entonces, el principal problema que revela esta breve escaramuza es el riesgo de que la contienda electoral se deslice hacia una lucha de personalidades en vez de una confrontación de proyectos o de ideas globales. Cierto: el narcisismo es un combustible de la política (y no solo de ella, claro está), pero rinde sus mejores frutos cuando se lo sublima en el discurso, cuando las ideas, incluso si son generales, son las que se expanden y despliegan para hipnotizar a la audiencia, y no la circunstancia de ser padre o de no serlo, la de haber decidido dar un examen o no darlo, o de haber o no haber recibido apoyos de este o de aquel. En suma, se trata de elegir entre ideas y proyectos sostenidos por personas, no de personas que a falta de buenas ideas esgrimen su peripecia vital.
Es lo único que faltaba: creer que un país que experimenta una crisis puede salir a punta de personalidades de ella.