El aniversario del liceo los reuniría virtualmente. Años que no se ven. Parte de la culpa la tiene la pandemia, pero también esas cosas de la vida. De chicos unos vivían en el centro, otros en la periferia. Ahora están en distintas latitudes. ¿Qué contará el Zonbeca? ¿El Pelao? ¿Incomodarán los viejos apodos? Entre los 12 y 17 compartieron profes, salas, maldades (y algunos hasta pololas), pero en los 40s quizás sea necesario cuidar las formas. Adultez y responsabilidades cambian.

La amistad se puede conceptualizar como un contrato tácito redactado en base a favores, complicidades, soporte emocional y reciprocidad ciega. En ese contexto, las dudas del tenor que tomaría la conversación virtual de los cuarentones eran justificadas. Luego de años sin invertir en las relaciones y con la natural depreciación del romanticismo tras el concepto (quizás el más infame resultado de la madurez), el riesgo de una aburrida y empaquetada reunión se multiplicaba.

La pandemia, por supuesto, agregaba incertidumbre al encuentro. Entre adultos, altos niveles de depresión y estrés, junto a la explosión del consumo de alcohol y terapias, son indicadores del terremoto emocional que ha causado la emergencia sanitaria. Y para quienes están en los 40s, las circunstancias pueden generar incluso más daño.

En 1957, Elliott Jaques describió la crisis de la edad mediana (40 y tantos) como el malestar propio de reconocer que solo queda descender la colina de la vida. Así entendida, toda amenaza sobre lo logrado amplifica el vértigo de una abrupta bajada. Un despido a esa edad es cosa seria. Y como hijos de personas mayores de 65 (grupo de alto riesgo frente al covid) y padres de menores de 20 (grupo amenazado por el incierto futuro generado por clases políticas disfuncionales), la presión es doble. Quizás esto explique por qué el número de separaciones y divorcios va al alza en el planeta. No conozco estadísticas, pero apuesto a que el número de sonrisas va en dirección opuesta. ¿Dominarán los ceños fruncidos el diálogo entre amigos?

Llegada la hora convenida, una a una las caras comenzaron a asomarse en la pantalla. A pesar del poco pelo y la desaparición del cuello (culpa de prominentes papadas), los rostros se reconocieron sin problema.

Como en el boxeo, los primeros minutos fueron de reconocimiento, de bromas recatadas. Pero la cosa cambiaría. Rápido el grupo se dio cuenta de que los lazos de treinta años estaban intactos. A diferencia de otras reuniones sociales, no era necesaria la pose. El afecto era genuino. Estaban conectados no por las circunstancias de una pega o la presión de caerles bien a otros apoderados del curso. No había personajes, sino personas. El Pelao seguía siendo el Pelao, lo mismo que el Zonbeca. La comunidad había sido protegida de la erosión que daña otro tipo de “amistades”. El lenguaje se soltó y lo políticamente correcto se dejó de lado. Terminaron siendo tres horas de carcajadas continuas, esas que dejan dolor abdominal y lágrimas, mejor que cualquier terapia. Reflauta que hacía falta. Amigos siempre se extrañan, pero más en estas circunstancias.