La Lista del Pueblo acaba de derramar la gota que colma el vaso. Después de la rocambolesca elección de su candidato presidencial, luego del desfile ante el Servel y después de los discursos (primera vez que un mapuche aspiraba a la presidencia, por fin un sector marginado desafiaba formalmente a la élite, la refundación de Chile comenzaba, etcétera, etcétera), resultó que todo era un fraude, una picaresca, una torpe trampa.
Miles de firmas habían sido dibujadas ante un notario, y una notaría, inexistentes.
El hecho posee una obvia significación delictual, pero sobre todo política.
Y es más grave de lo que aparenta.
A fin de cuentas, la Lista del Pueblo es, al menos desde el punto de vista numérico, una fuerza política con amplia presencia en la Convención Constitucional. A quienes la integran está entregada en una medida importante el dibujo de nuestra comunidad cívica, las reglas que configurarán el poder, los derechos que inmunizarán a los ciudadanos frente a la injerencia no consentida, el régimen de gobierno, etcétera. Y lo que acaba de ocurrir con su candidato (que se suma a otros tropiezos y, todo hay que decirlo, a algunas payasadas) hace dudar de la competencia de sus integrantes para estar a la altura de esa tarea.
No se trata de competencia intelectual. El problema es más sutil.
Para participar de una actividad institucional (como una elección presidencial o el diseño de una Constitución) es imprescindible conocer las reglas tácitas o implícitas que la configuran y tener lealtad hacia ellas. Ocurre en esta materia lo mismo que con un juego. Pretender jugar fútbol o ajedrez sin cumplir las reglas es desconocer que estas últimas son las que configuran el juego y que al margen de ellas este último no existe y pasa a ser otra cosa. Jugar es respetar reglas. Y lo mismo puede decirse de la política democrática. Pretender participar de esta última a punta de empujones, actos expresivos, rondas, funas, trampas o cancelaciones, como lo ha hecho la Lista del Pueblo, y hacerlo a costa del diálogo y la deliberación racional, no es lo mismo que hacer política democrática.
Habría que averiguar a qué equivale.
Es verdad, como observó Ernesto Laclau, un brillante intelectual argentino de amplia influencia en el mundo académico (lo que no es lo mismo que decir cabalmente entendido por el mundo académico), que la nuestra es una sociedad dislocada, una sociedad que ha perdido su centro, desperdigándose en múltiples actores e identidades. Ni la sociedad, ni la política que intenta conducirla, es la misma de hace unas décadas. La sociedad ya no semeja una nave conducida por un piloto, ni la política está inspirada por la ideología que declama sus discursos ante el gran tribunal de la historia. En vez de eso, en la sociedad proliferan demandas de diversa índole y ya nadie cree que la historia cuenta con un guion que hay que interpretar.
Esa -una sociedad dislocada- es la tierra y el abono gracias al que ha brotado la Lista del Pueblo.
Pero eso no la excusa de contar con ideas razonadas, esfuerzos para exponerlas y disposición a escuchar las ajenas.
Porque, como el mismo Laclau observó (y vale la pena subrayarlo, porque él es quien ha inspirado a parte de la izquierda chilena), hoy las ideas son más necesarias que nunca justamente para constituir al pueblo. Porque el pueblo, dijo este autor, no existe: hay que configurarlo en torno a ciertas ideas que sean capaces de aglutinar, de catalizar, las heterogéneas demandas que existen en la sociedad dislocada y así contener y orientar los propios impulsos.
Hasta ahora, sin embargo, la Lista del Pueblo es una sumatoria, un agregado de malestares y demandas, pero no un conjunto de ideas capaces de conferir un sentido a la totalidad. Para tener ideas o siquiera simular que se las tiene no basta la ejecución de actos expresivos que irritan al público ilustrado (la tía Pikachú y el Dinosaurio, rondas en los jardines del Congreso cantando a Víctor Jara, vestimentas notorias, eslóganes predecibles y cosas así), sino que es necesario un trabajo intelectual y una práctica que aún no asoma.
Mientras ello no ocurra, la Lista del Pueblo seguirá siendo un conjunto de intereses enredado en rencillas electorales, desordenado a la hora de rendir cuentas, confuso, y, lo que es peor, expuesto a audaces capaces de cualquier trampa: gente que imagina que se puede maquillar a un finado para empinarse a una candidatura presidencial.