El mundo mira horrorizado el avance de las fuerzas talibanas en Afganistán. La interpretación estricta de la sharia desproveerá a mujeres y niñas de todo derecho, aplastará las creencias religiosas distintas y evaporará cualquier vestigio, si alguno había, de democracia.
¿Pero cuál es la razón de ese horror?, ¿cuál es el problema?
Si las culturas de los pueblos ancestrales son tan importantes como se escucha una y otra vez; si deben ser respetadas a ultranza; si lo que en ellas se practica por el solo hecho de configurar la identidad de un pueblo fuera siempre tan estimable; si ellas tuvieran derecho sin más al reconocimiento; si cada cultura fuera equivalente a cualquier otra y si criticarlas equivaliera a menospreciarlas o faltarles el respeto; si cada pueblo tuviera su propia cosmovisión sin que nadie pudiera denunciarla como primitiva o peligrosa; si las creencias que profesan merecieran ser ejercitadas al margen de su contenido; si la cultura liberal o democrática fuera nada más que una entre muchas o, como suele decirse, la muestra de una cultura patriarcal o eurocéntrica; si las creencias del talibán, ancladas en una cultura ancestral, y las de un liberal ilustrado fueran iguales, todas, en suma, equivalentes, cada una expresión de una forma de vida inconmensurable, ¿qué razón —salvo el etnocentrismo— habría para horrorizarse cuando los talibanes maltratan a las mujeres y los niños?, ¿acaso ese horror no sería una muestra de una cultura, la propia, que aspira estúpidamente a estar por sobre las otras?, ¿no será que solo el prejuicio del etnocentrismo nos llevaría a pensar que la burka, la lapidación y el maltrato a los niños son formas de abuso cuando, quizá, se trata de formas misteriosas de homenajear a Dios?
Si todas las culturas son equivalentes sin que tengamos ningún rasero para medir o averiguar cuál es mejor o cuál es peor, entonces no hay motivo, salvo el prejuicio, el etnocentrismo o el colonialismo, para el horror frente a los talibanes. Incluso la democracia liberal no sería más que un disfraz para imponer una cultura patriarcal, europea, inventada por hombres blancos, una pantomima con la que se encubre una forma de dominación o de colonialismo de unas culturas sobre otras.
Pero ¿será así?
Si fuera así debiéramos enmudecer frente al maltrato, el abuso o la discriminación inspirados en costumbres ancestrales, en cosmovisiones o formas de vida originarias que alguna vez quisieron ser ahogadas por una cultura dominante. Esa mudez sería la única forma de no hacerse cómplice de etnocentrismo o de colonialismo, de la creencia en que la propia cultura es mejor o más buena, más adecuada a la condición humana, que cualquier otra.
Sin embargo, es fácil comprender que adoptar ese punto de vista —un punto de vista que confunde lo cultural o lo ancestral con lo que es correcto— significa sacrificar la convicción de que los seres humanos, con prescindencia de la cultura a la que pertenecen, el lenguaje que hablan y el Dios al que homenajean, son en el fondo iguales y están dotados de los mismos derechos. Y que esa igualdad fundamental, en vez de llevar a aceptar sin más todas las culturas, cosmovisiones y formas de vida, conduce a rechazar a algunas o a luchar contra ellas o a controlarlas, si es que atentan contra esos derechos básicos que están a la base de la condición humana. Por supuesto, la condición humana se expresa de múltiples formas y como alguna vez se dijo, ella es “una improvisación que toca a mil puertas”; pero esas particularidades que la cultura adopta no pueden ser aceptadas si es el caso que lesionan o disminuyen el respeto a los derechos básicos que configuran, no hay que olvidarlo, a una democracia liberal.
Y si eso es así —es decir, si hay derechos universales—, ello significa que las culturas no valen por sí mismas con prescindencia de su contenido y que no basta que sean ancestrales u originarias para que deban ser respetadas. Las culturas, todas las culturas, recientes o ancestrales, originarias o derivadas, inmaculadas o sincréticas, de ayer o anteayer, y también las de mañana, solo valen y merecen el reconocimiento en la medida que respeten, y a su vez reconozcan, los derechos individuales, los mismos que la democracia liberal, dicho sea de paso, cultiva más que cualquier otra forma alternativa de convivencia.