Alta cobertura noticiosa a la Convención. Elevados ratings de las franjas y debates. Retorno de los programas políticos en radio y televisión. Creación de nuevos medios digitales de las más variadas orientaciones. Participación récord en el plebiscito de octubre, en las elecciones de mayo y en las primarias de julio. Incremento de la participación electoral de jóvenes.
Lo anticiparon los estudiantes el 2011 y lo advirtió el PNUD en su Informe de 2015. “Hoy se ponen en cuestión asuntos que antes se daban por sentados, y lo que antes resultaba inviable hoy parece plausible”. Emergen nuevos actores que aspiran a redefinir “los límites de lo posible y, por ende, de aquello que puede ser socialmente decidido”.
Al fenómeno se lo ha llamado “politización”, tomando el concepto de Jacques Rancière, un filósofo difícil pero muy influyente en las nuevas generaciones de intelectuales. Son momentos en que se transforma el tejido común por la irrupción de “quienes eran considerados incapaces, encerrados en su impotencia”, los que hacen suya la presuposición de que en la democracia somos todos iguales; coyunturas en que “se habla de los principios de la ley, del poder y de la comunidad y no de la cocina gubernamental”; ciclos en que el disenso va más allá de la confrontación de intereses y opiniones, y se da entre actores que no están constituidos sino en el debate mismo.
Muchos piensan, con justo temor, que la politización desemboca en polarización. Así fue entre mediados de los años sesenta hasta el golpe militar, o en el período que antecedió el plebiscito de 1988. Hoy no es obvio.
De partida, la población chilena es menos pobre, más educada, más autónoma e individualista. Es, guste o no, material y culturalmente más burguesa. El mundo, en seguida, ya no está sobredeterminado por la Guerra Fría (y no tan fría) entre capitalismo y comunismo. Hay tantas alternativas como alguien se las pueda imaginar, alinearse con las potencias dejó de ser mandatorio, y la guerra de las nuevas generaciones, si la hay, es contra el calentamiento global.
De otra parte, a diferencia de antaño, la adhesión política no se hereda. Ella no está anclada a tradiciones familiares, donde la ruptura tenía la connotación de una traición. Es más: ya no son los padres los que influyen en el voto de los hijos, sino estos sobre los de los padres, develando la reversión generacional provocada por la brecha en el acceso a la educación y a la cultura digital. El voto se ha vuelto variable, estratégico, caso a caso. Se elige según lo que está juego, según la oferta, según la biografía del candidato o candidata y según el curso que tome la campaña y su entorno. Todo esto ha hecho de la predicción electoral un negocio de alto riesgo.
La complejidad, reflexividad y autonomía que prevalecen en la sociedad chilena de hoy, así como la ausencia de dos ideologías mundiales en pugna, vuelven más probable la fragmentación que la polarización de otras épocas. Lo vemos en la Convención. Las listas elegidas en mayo han dejado paso a aglomeraciones móviles y variables, donde los matices se imponen a la lógica binaria. Algo parecido se observa en el panorama presidencial.
Chile vivió un prolongado momento económico, en el que la racionalidad descansó en el respeto a las reglas del mercado. Ahora ha entrado a un momento político, donde se sostiene que todo ha de ser revisado para ser resuelto colectivamente. Esto genera incertidumbre y desorganización, pero es un paso necesario para pasar a un tercer momento en el cual volverá por sus fueros —es inevitable— el arte de la gestión en base a un orden institucional consensuado.
Al igual que la vida, las sociedades están formadas por un encadenamiento de momentos. Cuando este proceso no se deja fluir y se intenta extender uno de ellos en exceso, ya experimentamos lo que sobreviene: un estallido.